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domingo, 10 de junio de 2012

"Sobre la más generalizada degradación de la vida amorosa"; Freud (resumen)

Sobre la más generalizada degradación de la vida amorosa
Resumen de Freud S (1912), Sobre la más generalizada degradación de la vida amorosa (Parte II de Contribuciones a la psicología del amor)

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La afección por la que se le solicita asistencia más a menudo, es la impotencia psíquica. Se exterioriza en el hecho de que los órganos ejecutivos de la sexualidad rehúsan el cumplimiento del acto sexual, aunque exista una intensa propensión psíquica a la ejecución del acto. Esa denegación sólo surge cuando lo ensaya con ciertas personas. Sabe entonces que la inhibición de su potencia viril parte de una propiedad del objeto sexual. Pero no puede colegir en qué consistiría ese impedimento interior, ni la propiedad del objeto sexual de la que sería el efecto. Si ha vivenciado repetidamente esa denegación juzgará, siguiendo un consabido enlace falaz, que fue el recuerdo de la primera vez.
En efecto, se trata del influjo inhibitorio de ciertos complejos psíquicos que se sustraen al conocimiento del individuo. Como el contenido más universal de este material patógeno, se destaca la fijación incestuosa no superada a la madre y hermanas.
Por medio psicoanálisis, se obtiene la siguiente información sobre los procesos psicosexuales eficaces. El fundamento de la afección es también aquí una inhibición en la historia del desarrollo de la libido hasta su plasmación definitiva y merecedora de llamarse normal. En este caso no confluyen una en la otra dos corrientes cuya reunión es lo único que asegura una conducta amorosa plenamente normal; la tierna y la sensual.
De esas dos corrientes, la tierna es la más antigua. Proviene de la primera infancia, se ha formado sobre la base de los intereses de la pulsión de autoconservación y se dirige a las personas que integran la familia y a las que tienen a su cargo la crianza del niño. Corresponde a la elección infantil primaria de objeto. De ella inferimos que las pulsiones sexuales hallan sus primeros objetos apuntalándose en las estimaciones de las pulsiones yoicas, del mismo modo como las primeras satisfacciones sexuales se experimentan apuntaladas en las funciones corporales necesarias para la conservación de la vida.
Estas fijaciones tiernas del niño continúan a lo largo de la infancia, desviando al erotismo de sus metas sexuales. Ahora bien, en la pubertad se añade la poderosa corriente «sensual», que ya no ignora sus metas. Nunca deja de transitar por aquellos tempranos caminos y de investir, ahora con montos libidinales más intensos, los objetos de la elección infantil primaria. Pero como tropieza ahí con los obstáculos de la barrera del incesto, exteriorizará el afán de hallar lo más pronto posible el paso desde esos objetos, inapropiados. en la realidad, hacia otros objetos, ajenos, con los que pueda cumplirse una real vida sexual. Con el tiempo atraerán hacía sí la ternura que estaba encadenada a los primeros.
Dos factores contribuirán al fracaso de este progreso en el curso de desarrollo de la libido. En primer lugar, la medida de frustración {denegación) real que contraríe la nueva elección de objeto y la desvalorice para el individuo. En efecto, no tiene ningún sentido volcarse a la elección de objeto si uno no puede elegir absolutamente nada o no tiene perspectivas de poder elegir algo conveniente. En segundo lugar, la medida de la atracción que sean capaces de exteriorizar los objetos infantiles que han de abandonarse, y que es proporcional a la investidura erótica que les cupo todavía en la niñez. Si estos dos factores son lo bastante fuertes, entra en acción el mecanismo universal de la formación de neurosis. La libido se extraña de la realidad, es acogida por la actividad de la fantasía (introversión), refuerza las imágenes de los primeros objetos sexuales, se fija a estos. Ahora bien, el impedimento del incesto constriñe a la libido volcada a esos objetos a permanecer en lo inconciente. Y a su vez contribuyen a reforzar esta fijación los actos onanistas, el quehacer de la corriente sensual que ahora es súbdita de lo inconciente.. De esta manera, puede ocurrir que toda la sensualidad de un joven esté ligada en lo inconciente a objetos incestuosos o, como también podemos decir, fijada a fantasías inconcientes incestuosas. El resultado es entonces una impotencia absoluta.
Para que se produzca la impotencia psíquica propiamente dicha se requieren condiciones más benignas. La corriente sensual no puede haber sufrido en todo su monto el destino de tener que desaparecer, oculta tras la corriente tierna; es preciso que se haya conservado intensa o desinhibida en grado suficiente para conseguir en parte su salida hacia la realidad. Sin embargo, el quehacer sexual de esas personas permite discernir, por los más nítidos indicios, que no están respaldadas por la íntegra fuerza pulsional psíquica. Ese quehacer se ve precisado a esquivar la corriente tierna. Por tanto, se ha producido una limitación en la elección de objeto. La corriente sensual que ha permanecido activa sólo busca objetos que no recuerden a las personas incestuosas prohibidas. Buscan objetos a los que no necesitan amar, a fin de mantener alejada su sensualidad de los objetos amados.
El principal recurso de que se vale el hombre que se encuentra en esa escisión amorosa consiste en la degradación psíquica del objeto sexual, al par que la sobrestimación que normalmente recae sobre el objeto sexual es reservada para el objeto incestuoso y sus subrogaciones. Tan pronto se cumple la condición de la degradación, la sensualidad puede exteriorizarse con libertad, desarrollar operaciones sexuales sustantivas y elevado placer

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Hasta aquí nos hemos ocupado de una indagación médico-psicológica de la impotencia psíquica.
Hemos reducido la impotencia psíquica al desencuentro de la corriente tierna y la sensual en la vida amorosa. A esta doctrina cabe hacerle sobre todo una objeción: deja subsistir el enigma de que otras puedan escapar a ese padecimiento. Sustentaré la tesis de que la impotencia psíquica está mucho más difundida de lo que se cree, y que cierta medida de esa conducta caracteriza de hecho la vida amorosa del hombre de cultura.
Si se toma el concepto de la impotencia psíquica en un sentido más lato, se nos presentan en primer lugar todos esos hombres a quienes se designa como «psicanestésicos»: la acción misma no se les deniega, pero la consuman sin una particular ganancia de placer. Y de los hombres anestésicos, una analogía fácil de justificar nos lleva al enorme número de mujeres frígidas.
La corriente tierna y la sensual se encuentran fusionadas entre sí en las menos de las personas cultas; casi siempre el hombre se siente limitado en su quehacer sexual por el respeto a la mujer. Sólo le es deparado un pleno goce sexual si puede entregarse a la satisfacción sin miramientos. A una mujer así consagra de preferencia su fuerza sexual, aunque su ternura pertenezca por entero a una de superior condición.
No vacilo en responsabilizar también por esta conducta a los dos factores eficaces en la impotencia psíquica genuina: la intensa fijación incestuosa de la infancia y la frustración real de la adolescencia. Quien haya de ser realmente libre, tiene que haber superado el respeto a la mujer y admitido la representación del incesto con su madre o hermana. Podrá buscar la génesis de esta valoración en aquella época de su juventud en que su corriente sensual ya se había desarrollado con fuerza, pero tenía prohibido satisfacerse en el objeto ajeno casi tanto como en el incestuoso.
Las mujeres se encuentran bajo un parecido efecto posterior de su educación y bajo el efecto de contragolpe de la conducta de los hombres. En la mujer se nota apenas una necesidad de degradar el objeto sexual; esto tiene que ver sin duda con el hecho de que, no se produce en ella nada semejante a la sobrestimación sexual característica del varón. A menudo le sucede, en efecto, no poder desatar más el enlace del quehacer sensual con la prohibición, y así se muestra psíquicamente impotente, es decir, frígida, cuando al fin se le permite ese quehacer.
Opino que esa condición de lo prohibido es equiparable, en la vida amorosa femenina, a la necesidad de degradación del objeto sexual en el varón. Ambas son consecuencias del prolongado diferimiento entre madurez genésica y quehacer sexual, que la educación exige por razones culturales. Y ambas buscan cancelar la impotencia psíquica que resulta del desencuentro entre mociones tiernas y sensuales.

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El hecho de que el enfrenamiento cultural de la vida amorosa conlleve la más generalizada degradación de los objetos sexuales puede movernos a apartar nuestra mirada de los objetos para dirigirla a las pulsiones mismas. Es fácil comprobar que el valor psíquico de la necesidad de amor se hunde tan pronto como se le vuelve holgado satisfacerse. Hace falta un obstáculo para pulsionar a la libido hacia lo alto, y donde las resistencias naturales a la satisfacción no bastaron. Esto es válido tanto para los individuos corno para los pueblos. En épocas en que la satisfacción amorosa no tropezaba con ninguna dificultad, el amor perdió todo valor.
Es en general cierto que la significatividad psíquica de una pulsión aumenta cuando es frustrada.
Creo que, por extraño que suene, habría que ocuparse de la posibilidad de que haya algo en la naturaleza de la pulsión sexual misma desfavorable al logro de la satisfacción plena. Se destacan enseguida dos factores a los que se podría responsabilizar de esa dificultad. En primer lugar, a consecuencia de la acometida de la elección de objeto en dos tiempos separados por la interposición de la barrera del incesto, el objeto definitivo de la pulsión sexual ya no es nunca el originario, sino sólo un subrogado de este.
En segundo lugar, sabemos que la pulsión sexual se descompone al principio en una gran serie de componentes no todos los cuales pueden ser acogidos en su conformación ulterior, sino que deben ser sofocados antes o recibir otro empleo. Sobre todo los elementos pulsionales coprófilos demuestran ser incompatibles con nuestra cultura estética. Los genitales mismos no han acompañado el desarrollo hacia la belleza de las formas del cuerpo humano; conservan un carácter animal. Las pulsiones amorosas son difíciles de educar. Lo que la cultura pretende hacer con ellas no parece asequible sin seria aminoración del placer, y la pervivencia de las mociones no aplicadas se expresa en el quehacer sexual como insatisfacción.
Por todo ello, acaso habría que admitir la idea de que en modo alguno es posible avenir las exigencias de la sexualidad con los requerimientos de la cultura, y serían inevitables la renuncia y el padecimiento, así como, en un lejano futuro, el peligro de extinción del género humano a consecuencia de su desarrollo cultural. Es verdad que esta sombría prognosis descansa en una única conjetura: la insatisfacción cultural sería la necesaria consecuencia de ciertas particularidades que la pulsión sexual ha cobrado bajo la presión de la cultura. Ahora bien, esa misma ineptitud de la pulsión sexual para procurar una satisfacción plena tan pronto es sometida a los primeros reclamos de la cultura pasa a ser la fuente de los más grandiosos logros culturales, que son llevados a cabo por medio de una sublimación cada vez más vasta de sus componentes pulsionales. En efecto, ¿qué motivo tendrían los seres humanos para dar otros usos a sus fuerzas pulsionales sexuales si de cualquier distribución de ellas obtuvieran una satisfacción placentera total? Nunca se librarían de ese placer y no producirían ningún progreso ulterior. Parecería, pues, que la insalvable diferencia entre los requerimientos de ambas pulsiones -las sexuales y las egoístas- habilitara para logros cada vez más elevados, es verdad que bajo una permanente amenaza (a la que en el presente sucumben los más débiles) en la forma de la neurosis.

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