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sábado, 23 de junio de 2012

"El sepultamiento del complejo de Edipo"; Freud (resumen)


El complejo de Edipo revela cada vez más su significación como fenómeno central del período sexual de la primera infancia. Después cae sepultado, sucumbe a la represión, y es seguido por el período de latencia. Se va a pique a raíz de las dolorosas desilusiones acontecidas. La niñita, que quiere considerarse la amada predilecta del padre, forzosamente tendrá que vivenciar alguna seria reprimenda de parte de él, y se verá arrojada de los cielos. El varoncito, que considera a la madre como su propiedad, hace la experiencia de que ella le quita amor y cuidados para entregárselos a un recién nacido. Así, el complejo de Edipo se iría al fundamento a raíz de su fracaso, como resultado de su imposibilidad interna.
Otra concepción dirá que el complejo de Edipo tiene que caer porque ha llegado el tiempo de su disolución. Es verdad que el complejo de Edipo es vivenciado de manera enteramente individual por la mayoría de los humanos, pero es también un fenómeno determinado por la herencia, dispuesto por ella, que tiene que desvanecerse de acuerdo con el programa cuando se inicia la fase evolutiva siguiente, predeterminada.
Queda espacio para la ontogenética junto a la filogenética.
Últimamente se ha aguzado nuestra sensibilidad para la percepción de que el desarrollo sexual del niño progresa hasta una fase en que los genitales ya han tomado sobre sí el papel rector. Pero estos genitales son sólo los masculinos (más precisamente, el pene), pues los femeninos siguen sin ser descubiertos. Esta fase fálica, contemporánea a la del complejo de Edipo, no prosigue su desarrollo hasta la organización genital definitiva, sino que se hunde y es relevada por el período de latencia. Ahora bien, su desenlace se consuma de manera típica y apuntalándose en sucesos que retornan de manera regular.
Cuando el niño (varón) ha volcado su interés a los genitales, después tiene que hacer la experiencia de que los adultos no están de acuerdo con ese obrar. Sobreviene la amenaza de que se le arrebatará esta parte tan estimada por él. Las mujeres mismas proceden a una mitigación simbólica de la amenaza, pero con el corte de la mano. Acontece que al varoncito no se lo amenaza con la castración por jugar con la mano en el pene, sino por mojar todas las noches su cama.
Ahora bien, la tesis es que la organización genital fálica del niño se va al fundamento a raíz de esta amenaza de castración. En efecto, al principio el varoncito no presta creencia ni obediencia algunas a la amenaza. El niño ya ha perdido partes muy apreciadas de su cuerpo: el retiro del pecho materno, primero temporario y definitivo después, y la separación del contenido de los intestinos, diariamente exigido. Pero nada se advierte en cuanto a que estas experiencias tuvieran algún efecto con ocasión de la amenaza de castración. Sólo tras hacer una nueva experiencia empieza el niño a contar con la posibilidad de una castración.
La observación que por fin quiebra la incredulidad del niño es la de los genitales femeninos. Con ello se ha vuelto representable la pérdida del propio pene, y la amenaza de castración obtiene su efecto con posterioridad.
La vida sexual del niño en esa época en modo alguno se agota en la masturbación. La masturbación es sólo la descarga genital de la excitación sexual perteneciente al complejo. El complejo de Edipo ofrecía al niño dos posibilidades de satisfacción, una activa y una pasiva. Pudo situarse de manera masculina en el lugar del padre y, como él, mantener comercio con la madre, a raíz de lo cual el padre fue sentido pronto como un obstáculo; o quiso sustituir a la madre y hacerse amar por el padre, con lo cual la madre quedó sobrando. En cuanto a la naturaleza del comercio amoroso satisfactorio, el niño sólo debe de tener representaciones muy imprecisas; pero es cierto que el pene cumplió un papel, pues lo atestiguaban sus sentimientos de órgano. No tuvo aún ocasión alguna para dudar de que la mujer posee un pene. La intelección de que la mujer es castrada, puso fin a las dos posibilidades de satisfacción derivadas del complejo de Edipo. En efecto, ambas conllevaban la pérdida del pene; una, la masculina, en calidad de castigo, y la otra, la femenina, como premisa. Si la satisfacción amorosa en el terreno del complejo de Edipo debe costar el pene, entonces por fuerza estallará el conflicto entre el interés narcisista en esta parte del cuerpo y la investidura libidinosa de los objetos parentales. En este conflicto triunfa normalmente el primero de esos poderes: el yo del niño se extraña del complejo de Edipo.
Las investiduras de objeto son resignadas y sustituidas por identificación. La autoridad del padre, o de ambos progenitores, introyectada en el yo, forma ahí el núcleo del superyó, que toma prestada del padre su severidad, perpetúa la prohibición del incesto y, así, asegura al yo contra el retorno de la investidura libidinosa de objeto. Las aspiraciones libidinosas pertenecientes al complejo de Edipo son en parte desexualizadas y sublimadas, lo cual probablemente acontezca con toda trasposición en identificación, y en parte son inhibidas en su meta y mudadas en mociones tiernas. El proceso en su conjunto salvó una vez más los genitales, alejó de ellos el peligro de la pérdida, y además los paralizó, canceló su función. Con ese proceso se inicia el período de latencia, que viene a interrumpir el desarrollo sexual del niño.
No veo razón alguna para denegar el nombre de «represión» al extrañamiento del yo respecto del complejo de Edipo. Pero el proceso descrito es más que una represión; equivale, cuando se consuma idealmente, a una destrucción y cancelación del complejo. Si el yo no ha logrado efectivamente mucho más que una represión del complejo, este subsistirá inconciente en el ello y más tarde exteriorizará su efecto patógeno.
Se justifica la tesis de que el complejo de Edipo se va al fundamento a raíz de la amenaza de castración. ¿Cómo se consuma el correspondiente desarrollo en la niña pequeña?
También el sexo femenino desarrolla un complejo de Edipo, un superyó y un período de latencia.
El clítoris de la niñita se comporta al comienzo en un todo como un pene, pero ella, por la comparación con un compañerito de juegos, percibe que es «demasiado corto», y siente este hecho como un perjuicio y una moción de inferioridad. Durante un tiempo se consuela con la expectativa de que después, cuando crezca, ella tendrá un apéndice tan grande como el de un muchacho. Es en este punto donde se bifurca el complejo de masculinidad de la mujer. Pero la niña no comprende su falta actual como un carácter sexual, sino que lo explica mediante el supuesto de que una vez poseyó un miembro igualmente grande, y después lo perdió por castración. Así se produce esta diferencia esencial: la niñita acepta la castración como un hecho consumado, mientras que el varoncito tiene miedo a la posibilidad de su consumación.
Excluida la angustia de castración, está ausente también un poderoso motivo para instituir el superyó e interrumpir la organización genital infantil. El complejo de Edipo de la niñita es mucho más unívoco que el del pequeño portador del pene; según mi experiencia, es raro que vaya más allá de la sustitución de la madre y de la actitud femenina hacia el padre. La renuncia al pene no se soportará sin un intento de resarcimiento. La muchacha se desliza -a lo largo de una ecuación simbólica, diríamos- del pene al hijo; su complejo de Edipo culmina en el deseo, alimentado por mucho tiempo, de recibir como regalo un hijo del padre, parirle un hijo. Se tiene la impresión de que el complejo de Edipo es abandonado después poco a poco porque este deseo no se cumple nunca. Ambos deseos, el de poseer un pene y el de recibir un hijo, permanecen en lo inconciente.

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