I
Merece la pena que demos una noción detallada de cómo acostumbramos a llegar a la aceptación del «sí» o del «no» de nuestros pacientes durante el tratamiento psicoanalítico, de la expresión de su aceptación o de la negativa.
Es cosa sabida que el trabajo analítico aspira a inducir al paciente a que abandone sus represiones, que pertenecen a la primera época de su evolución, y a reemplazarlas por reacciones de una clase que corresponderían a un estado de madurez psíquica. Con este propósito a la vista debe llegar a recoger ciertas experiencias y los impulsos afectivos concitados por ellas que en ese momento ha olvidado. Para ello nos da fragmentos de esos recuerdos en sus ensueños de gran valor por sí mismos, pero grandemente desfigurados, por lo común, por todos los factores que intervienen en la formulación de los ensueños. También, si se entrega a la «asociación libre», produce ideas, en las que podemos descubrir alusiones a las experiencias reprimidas y derivativos de los impulsos afectivos suprimidos, lo mismo que de las reacciones contra ellos. Y finalmente existen indicios de repeticiones de los afectos que pertenecen al material reprimido que se encuentran en acciones realizadas por el paciente, algunas importantes, otras triviales, tanto dentro como fuera de la situación psicoanalítica. Nuestra experiencia ha demostrado que la relación de transferencia que se establece hacia el analista se halla particularmente calculada para favorecer el regreso de esas conexiones afectivas. De este material bruto -si podemos llamarlo así- es de donde hemos de extraer lo que buscamos.
Y lo que buscamos es una imagen del paciente de los años olvidados que sea verdadera y completa en todos los aspectos esenciales. Pero en este punto hemos de recordar que el trabajo analítico consta de dos porciones completamente distintas, que se llevan a cabo en dos localizaciones diferentes, que afecta a dos personas, a cada una de las cuales le es asignada una tarea distinta. La persona que está siendo psicoanalizada ha de ser inducida a recordar algo que ha sido experimentado por ella y reprimido. La tarea del psicoanalista, es hacer surgir lo que ha sido olvidado a partir de las huellas que ha dejado tras sí, o más correctamente, construirlo. El tiempo y modo en que transmite sus construcciones a la persona que está siendo psicoanalizada, así como las explicaciones con las que las acompaña, constituyen el nexo entre las dos partes del trabajo analítico, entre su propia parte y la del paciente.
Su trabajo de construcción o, si se prefiere, de reconstrucción, se parece mucho a una excavación arqueológica, excepto que el psicoanalista trabaja en mejores condiciones y dispone de más material en cuanto que no trata con algo destruido, sino con algo que todavía se halla vivo; deduce sus conclusiones de los fragmentos de recuerdos, de las asociaciones y de la conducta del sujeto con métodos de suplementación y combinación. También está sujeto a dificultades y fuentes de error.
Como hemos dicho, el psicoanalista trabaja en condiciones más favorables puesto que dispone por ejemplo, de la repetición de reacciones que datan de la infancia y todo lo que está indicado por la transferencia en conexión con estas repeticiones. Con respecto al objeto psíquico cuya temprana historia intenta recuperar el psicoanalista, todo lo esencial está conservado; incluso las cosas que parecen completamente olvidadas están presentes de alguna manera y en alguna parte y han quedado meramente enterradas y hechas inaccesibles al sujeto. Sólo depende de la técnica psicoanalítica el que tengamos el éxito de llevar completamente a la luz lo que se halla oculto. Sólo hay otros dos hechos que contrapesan la extraordinaria ventaja de la que disfruta el trabajo psicoanalítico: uno, que los objetos psíquicos son incomparablemente más complicados que el material de las excavaciones, y otro, que tenemos un insuficiente conocimiento de lo que podemos esperar encontrar en cuanto que su estructura más fina contiene tantas cosas que son todavía misteriosas. Para el analista la construcción es solamente una labor preliminar.
II
No es, sin embargo, una labor preliminar en el sentido de que haya de completarse antes de que pueda empezarse el trabajo siguiente. Ambas clases de trabajo se realizan simultáneamente, una de ellas marchando un poco por delante y la otra siguiéndola. El psicoanalista termina una construcción y la comunica al sujeto del análisis, de modo que pueda actuar sobre él; constituye entonces otro fragmento con el material que le llega, hace lo mismo y sigue de este modo alternativo hasta el final. Si en los trabajos sobre técnica psicoanalítica se dice tan poco acerca de las «construcciones» es porque en lugar de ellas se habla de las «interpretaciones» y de sus efectos. Pero creo que «construcción» es desde luego la palabra más apropiada. El término «interpretación» se aplica a alguna cosa que uno hace con algún elemento sencillo del material, como una asociación o una parapraxia. Pero es una construcción cuando uno coloca ante el sujeto analizado un fragmento de su historia anterior, que ha olvidado, de un modo aproximadamente como éste: «Hasta que tenía usted n años, se consideraba usted como el único e ilimitado dueño de su madre; entonces llegó otro bebé y le trajo una gran desilusión. Su madre le abandonó por algún tiempo, y aun cuando reapareció, nunca se hallaba entregada exclusivamente a usted. Sus sentimientos hacia su madre se hicieron ambivalentes, su padre logró una nueva importancia para usted», etc.
Ya al comienzo, se presenta la cuestión de qué garantías tenemos de que mientras trabajamos en ellas no cometemos errores y ponemos en peligro el éxito del tratamiento presentando alguna construcción que sea incorrecta. Naturalmente, constituye una pérdida de tiempo, y el que no haga otra cosa sino presentar al paciente falsas combinaciones no creará muy buena impresión en él ni irá muy lejos en su tratamiento; pero un pequeño error de esta clase no causará ningún perjuicio. Lo que en realidad ocurre en tales casos es más bien que el paciente permanece inconmovible por lo que se le ha dicho y no reacciona ni con un «sí» ni con un «no». Esto posiblemente sólo significa que su reacción queda pospuesta: pero si no resulta nada más podemos concluir que hemos cometido un error y debemos admitirlo así ante el paciente en alguna ocasión favorable para no poner en peligro nuestra autoridad. Esta oportunidad se presentará cuando llegue a la luz nuevo material que nos permita hacer una construcción mejor y corregir así nuestro error. De este modo la construcción errónea desaparece como si nunca se hubiera hecho.
De lo que hemos dicho se sigue que no nos sentimos inclinados a ignorar las indicaciones que pueden inferirse de la reacción del paciente cuando le hemos ofrecido una de nuestras construcciones. Es verdad que no aceptamos el «no» de una persona en tratamiento por su valor aparente, pero tampoco damos paso libre a su «sí».
Un simple «sí» puede significar que reconoce lo justo de la construcción que le ha sido presentada; pero también puede carecer de significado o incluso merece ser descrito como «hipócrita», puesto que puede ser conveniente para su resistencia hacer uso en sus circunstancias de un asentimiento para prolongar el ocultamiento de la verdad que no ha sido descubierta. El «sí» no tiene valor, a menos que sea seguido por confirmaciones indirectas, a menos que el paciente inmediatamente después de su «sí» produzca nuevos recuerdos que completen y amplíen la construcción. Solamente en tal caso consideramos que el «sí» se ha referido plenamente al sujeto que se discute.
Un «no» de una persona en tratamiento analítico es tan ambiguo como un «sí» y aún es de menos valor. En algunos casos raros se ve que es la expresión de un legítimo disentimiento. Mucho más frecuentemente expresa una resistencia que ha podido ser evocada en el sujeto por la construcción presentada, pero que también puede proceder de algún otro factor de la compleja situación analítica. Como todas estas construcciones son incompletas y cubren solamente pequeños fragmentos de los sucesos olvidados, podemos suponer que el paciente basa su contradicción en la parte que todavía no ha sido descubierta. Por lo regular no dará su asentimiento hasta que sepa la entera verdad.
Parece, por tanto, que es del mayor interés que hay formas indirectas de confirmación que son dignas de crédito en todos los aspectos. Una de ellas es la forma de expresión utilizada: «Yo no pensé nunca» (o «No debería haber pensado») «esto» o «en esto». Lo que puede ser traducido sin vacilaciones por: «Sí, tiene usted razón, acerca de mi inconsciente.» Por desgracia, esta fórmula, que es tan bien recibida por el analista, llega a sus oídos con más frecuencia después de las simples interpretaciones que tras haber producido una construcción amplia. Una confirmación igualmente valiosa está implicada cuando el paciente contesta con una asociación que contiene algo similar o análogo al contenido de la construcción.
Una confirmación indirecta por las asociaciones que se ajustan al contenido de una construcción -que nos dan un «también» - proporciona una base para juzgar si la construcción va a ser confirmada en el curso del análisis. Es particularmente notable que por medio de una parapraxia una confirmación de esta clase se insinúa en una negación.
Si un análisis está dominado por poderosos factores que imponen una reacción terapéutica negativa, tal como un sentimiento de culpabilidad, una necesidad masoquista de sufrimiento o repugnancia a recibir ayuda del psicoanalista, la conducta del paciente después de habérsele presentado una construcción hace con frecuencia muy fácil el que lleguemos a la decisión que estábamos buscando. Si la construcción es mala, no hay cambios en el paciente; pero si es acertada o se aproxima a la verdad, reacciona a ella con una inequívoca agravación de sus síntomas y de su estado general..
No hay justificación para que se nos reproche que descuidamos e infravaloramos la importancia de la actitud de los sujetos sometidos a análisis ante nuestras construcciones. Prestamos atención a ella y a menudo obtenemos valiosas informaciones. Pero esas reacciones por parte del paciente son raramente inequívocas y no proporcionan oportunidad para un juicio definitivo. Solamente el curso posterior del análisis nos faculta para decidir si nuestras construcciones son correctas o inútiles. No pretendemos que una construcción sea más que una conjetura que espera examen, confirmación o rechazo. No pretendemos estar en lo cierto, no exigimos una aceptación por parte del paciente ni discutimos con él si en principio la niega.
III
El camino que empieza en la construcción del analista debería acabar en los recuerdos del paciente, pero no siempre llega tan lejos. Con mucha frecuencia no logramos que el paciente recuerde lo que ha sido reprimido. En lugar de ello, si el análisis es llevado correctamente, producimos en él una firme convicción de la verdad de la construcción que logra el mismo resultado terapéutico que un recuerdo vuelto a evocar.
En ciertos análisis la comunicación de una construcción evidentemente acertada ha evocado en el paciente un fenómeno extraño y al principio incomprensible. Se les han provocado vivos recuerdos pero lo que han recordado no ha sido el suceso que constituía el objeto de la construcción, sino detalles relacionados con aquél. EI «surgimiento» de lo reprimido puesto en actividad por la presentación de la construcción, ha intentado llevar las huellas mnémicas importantes a la conciencia; pero una resistencia ha logrado no, en verdad, detener este movimiento, pero sí desplazarlo a objetos adyacentes de importancia menor.
Tal vez pueda ser una característica general de las alucinaciones a la que hasta ahora no se le ha concedido atención suficiente que en ellas reaparezca algo experimentado en la infancia y luego olvidado -algo que el niño ha visto u oído en una época en que apenas sabía hablar y que ahora se fragua un camino hasta la conciencia probablemente desfigurado y desplazado por la intervención de fuerzas que se oponen a su retorno. El proceso dinámico de una delusión es que el alejamiento de la realidad es puesto en marcha por la tendencia al surgimiento de lo reprimido para inculcar su contenido en la conciencia, mientras que la resistencia provocada por este proceso y el impulso al cumplimiento de deseos comparten la responsabilidad de la distorsión y el desplazamiento de lo que es recordado. Éste es también, el mecanismo habitual de los ensueños que la intuición ha comparado con la locura desde tiempo inmemorial.
Su esencia es que no sólo hay método en la locura, sino también un fragmento de verdad histórica; y es plausible suponer que la creencia compulsiva que se atribuye a las delusiones deriva su fuerza precisamente de fuentes infantiles de esta clase. Debería abandonarse el vano esfuerzo de convencer al paciente del error de sus delusiones y de su contradicción con la realidad, y, por el contrario, el reconocimiento de su núcleo de verdad proporcionaría una base común sobre la cual podría desarrollarse el trabajo terapéutico. Este trabajo consistiría en liberar el fragmento de verdad histórica de sus distorsiones y sus relaciones con el presente y hacerlo remontar al momento del pasado al cual pertenece. Con bastante frecuencia, cuando un neurótico es llevado por un estado de ansiedad a esperar la llegada de un suceso terrible, en realidad se halla bajo el influjo de un recuerdo reprimido (que intenta entrar en la conciencia, pero no puede hacerse consciente) de que alguna cosa que en aquel tiempo era terrorífica ocurrirá realmente.
Los delirios de los pacientes se aparecen como los equivalentes de las construcciones que edificamos en el curso de un tratamiento psicoanalítico: intentos de explicación y de curación, aunque es verdad que en las condiciones de una psicosis no puedan hacer más que sustituir el fragmento de realidad que está siendo negado en el presente por otro fragmento que ya fue rechazado en remoto pasado. Será la tarea de cada investigación individual revelar las conexiones íntimas entre el material del rechazo presente y el de la represión primitiva. Los que están sujetos a delirios sufren por sus propias reminiscencias. Con esta breve fórmula intento discutir la complejidad de los orígenes de la enfermedad o excluir la intervención de muchos otros factores.
Si consideramos a la humanidad también ella ha desarrollado delusiones que son inaccesibles a la crítica lógica y contradicen la realidad. Si a pesar de esto son capaces de ejercer un extraordinario poder sobre los hombres, es porque deben su poder al elemento de verdad histórica que han traído desde la represión de lo olvidado y del pasado primigenio.
sábado, 23 de junio de 2012
"Análisis terminable e interminable"; Freud (resumen)
I
La experiencia nos ha enseñado que la terapéutica psicoanalítica consume mucho tiempo. Por ello se han hecho intentos para abreviar la duración del análisis.
Un intento en esta dirección fue realizado por Otto Rank a partir de su libro EI trauma del nacimiento (1924). Este autor suponía que la verdadera fuente de las neurosis es el acto del nacimiento, ya que éste Ileva consigo la posibilidad de que una «fijación primaria» del niño hacia la madre no sea superada y persista como una «represión primaria». Rank esperaba que si este trauma primario era tratado en un subsiguiente análisis, la neurosis podría quedar completamente resuelta. Así, esta pequeña parte del trabajo analítico ahorraría la necesidad del resto. Y esto podía realizarse en pocos meses. Es indiscutible que el argumento de Rank era prometedor e ingenioso, pero más bien fue un producto de su tiempo, diseñado para adaptar el tempo de la terapéutica analítica a la prisa de la vida americana.
Yo había adoptado otro modo de acelerar un tratamiento psicoanalítico ya antes de la guerra. En aquel tiempo había tomado a mi cargo el caso de un joven ruso, un hombre a quien la riqueza había echado a perder y había Llegado a Viena en un estado de completo derrumbamiento. En el curso de unos años fue posible devolverle una gran parte de su independencia, despertar su interés por la vida y ajustar sus relaciones con las personas que más le interesaban. Pero entonces la mejoría se detuvo y no sentía ningún deseo de adelantar un paso más que le acercara al fin de su tratamiento. En esta situación fijé un límite de tiempo para el análisis, informé al paciente de que ése sería el último de su tratamiento, cualquiera que fuera el resultado en el tiempo acordado. Al principio no me creyó, pero en cuanto se convenció de que hablaba en serio apareció el cambio deseado. Sus resistencias cedieron y en los últimos meses fue capaz de reproducir todos los recuerdos y descubrir todas las relaciones que parecían necesarias para la comprensión de su neurosis precoz y para dominar la actual.
Solamente puede existir un veredicto acerca del valor de este chantaje: es eficaz con tal que se haga en el momento oportuno. Pero no puede garantizar el cumplimiento total de la tarea. Por el contrario, podemos estar seguros de que mientras parte del material se hará accesible bajo la presión de esta amenaza, otra parte quedará guardada y enterrada como antes estaba y perdida para nuestros esfuerzos terapéuticos. Porque una vez que el analista ha fijado el límite de tiempo, no puede prolongarlo; de otro modo, el paciente perdería la fe en él. El camino más claro para el paciente sería continuar su tratamiento con otro analista, aunque sepamos que este cambio llevará consigo una nueva pérdida de tiempo y el abandono de los resultados de un trabajo ya realizado.
II
Antes que nada hemos de decidir qué se quiere decir con la frase ambigua «el final de un análisis». Desde un punto de vista práctico, un análisis ha terminado cuando el psicoanalista y el paciente dejan de reunirse para las sesiones de análisis. Esto sucede cuando se han cumplido más o menos por completo dos condiciones: primera, que el paciente no sufra ya de sus síntomas y haya superado su angustia y sus inhibiciones; segunda, que el analista juzgue que se ha hecho consciente tanto material reprimido, que se han explicado tantas cosas que eran ininteligibles y se han conquistado tantas resistencias internas, que no hay que temer una repetición de los procesos patológicos en cuestión.
EI otro significado de «terminación» de un análisis es mucho más ambicioso. En este otro sentido lo que preguntamos es si el analista ha tenido una influencia tal sobre el paciente que no podrían esperarse mayores cambios en él aunque se continuara el análisis.
Todo analista ha tratado unos pocos casos que han tenido este satisfactorio resultado. Ha logrado hacer desaparecer los trastornos neuróticos que no han reaparecido ni han sido reemplazados por ningún otro. Solamente cuando un caso es de origen predominantemente traumático podrá hacer el psicoanálisis lo que es capaz de hacer de un modo superlativo; sólo entonces, gracias a haber reforzado el yo del paciente, logrará sustituir por una solución correcta la inadecuada decisión hecha en la primera época de su vida. Solamente en tales casos se puede hablar de que un análisis ha terminado definitivamente. Es verdad que si el paciente que ha sido curado nunca produce otro trastorno que necesite psicoanálisis, no sabemos hasta qué punto su inmunidad no es debida a un hado benéfico que le ha ahorrado tormentos demasiado graves.
Una intensidad constitucional del instinto y una alteración desfavorable del yo adquirida en la lucha defensiva en el sentido de que resulte dislocado y restringido, son los factores perjudiciales para la eficacia de un análisis y pueden hacer su duración interminable. ¿Cuáles son los obstáculos que se hallan en el camino de tal curación?
Esto me lleva a tratar de dos problemas que se derivan directamente de la práctica psicoanalítica.
El escéptico, el optimista y el ambicioso los considerarán de muy diferente manera. El primero dirá que se halla comprobado ya que aún un tratamiento analítico seguido de éxito no protege al paciente, que en el momento ha quedado curado, de caer más tarde enfermo con otra neurosis -o realmente de una neurosis derivada de la misma raíz instintiva-; es decir, de una recurrencia de su antiguo trastorno. Los otros dirán, que podemos pedir y esperar que un tratamiento psicoanalítico dé resultados permanentes, o por lo menos que si un paciente recae, su nueva enfermedad no resultará una reviviscencia de su primitivo trastorno instintivo, que se manifiesta de una forma nueva. Nuestra experiencia, mantendrán, no nos obliga a restringir tan materialmente las demandas que pueden hacerse a nuestro método terapéutico.
Las expectaciones del optimista presuponen, en primer lugar, que realmente existe una posibilidad de solucionar un conflicto entre el yo y un instinto definitivamente y para siempre; en segundo lugar, que mientras estamos tratando a alguien por un conflicto instintivo, podemos, de la manera que sea, inmunizarlo contra la posibilidad de cualquier otro conflicto de ese tipo; y en tercer lugar, que podemos, con propósitos de profilaxis, resolver un conflicto patógeno de esta clase que no se manifiesta en el momento por ninguna indicación y que es aconsejable hacerlo así.
Probablemente puede proyectarse alguna luz sobre esto mediante consideraciones teóricas. Pero si deseamos satisfacer las mayores exigencias con la terapéutica psicoanalítica, nuestro camino no nos llevará a un acortamiento de su duración.
III
De los tres factores que hemos reconocido como decisivos para el éxito del tratamiento psicoanalítico -la influencia de los traumas, la intensidad constitucional de los instintos y las alteraciones del yo-, el que nos concierne aquí es sólo el segundo, la fuerza de los instintos. ¿Es posible resolver por medio de la terapéutica psicoanalítica un conflicto entre un instinto y el yo, o el causado por una demanda instintiva patógena al yo, de un modo permanente y definitivo?. Esto es, en general, imposible, y tampoco es en absoluto deseable. Con ello queremos decir algo completamente distinto, algo que puede ser descrito grosso modo como una «domesticación» del instinto. Es decir, el instinto es integrado en la armonía del yo, resulta accesible a todas las influencias de los otros impulsos sobre el yo y ya no intenta seguir su camino independiente hacia la satisfacción. Si se nos pregunta por qué métodos y medios se logra este resultado, no es fácil encontrar una respuesta. Sólo tenemos una única pista para empezar: la antítesis entre los procesos primarios y secundarios, y en este punto he de limitarme a señalar esta antítesis.
Formulada en estos términos la pregunta no hace mención de la intensidad del instinto; pero es precisamente de esto de lo que depende el resultado. La experiencia diaria nos enseña que en una persona normal cualquier solución de un conflicto instintivo sólo resulta buena para una cierta relación entre la intensidad del instinto y la fuerza del yo. Si ésta disminuye, sea por enfermedad o fatiga o por alguna otra causa parecida, todos los instintos que han sido hasta entonces domeñados con éxito pueden renovar sus exigencias y tender a obtener satisfacciones sustitutivas por caminos anormales.
Dos veces en el curso del desarrollo individual ciertos instintos resultan considerablemente reforzados: en la pubertad, y en la menopausia. Una persona que no ha sido antes neurótica se convierta en tal en esas épocas. Los mismos efectos producidos por esos dos refuerzos fisiológicos del instinto pueden aparecer de un modo irregular por causas accidentales en cualquier otro período de la vida (traumas recientes, frustraciones forzadas o por la influencia colateral de unos instintos sobre otros).
El psicoanálisis permite al yo que ha alcanzado mayor madurez y fuerza emprender una revisión de esas antiguas represiones; unas pocas son destruidas, mientras otras son reconocidas, pero reconstruidas con un material más sólido. Estos nuevos diques son de un grado de firmeza muy distinto al de las primeras; podemos confiar en que no cederán tan fácilmente ante un aumento de la fuerza de los instintos. Así, el verdadero resultado de la terapéutica psicoanalítica sería la corrección subsiguiente del primitivo proceso de represión, una corrección que pone fin al predominio del factor cuantitativo.
El análisis logra a veces eliminar la influencia de un aumento del instinto, pero no invariablemente, o bien el efecto del psicoanálisis se halla limitado a aumentar el poder de resistencia de las inhibiciones de modo que equilibren exigencias mucho mayores que antes del análisis o si éste no hubiera tenido lugar. Realmente no puedo adoptar una decisión en este punto ni sé si en los momentos actuales es posible.
Existe, sin embargo, otro ángulo desde el cual podemos enfocar el problema de la variabilidad de los efectos del psicoanálisis. De todas las creencias erróneas y supersticiosas de la Humanidad, que se supone que han sido superadas, no existe ninguna cuyos residuos no se hallen hoy entre nosotros en los estratos más bajos de los pueblos civilizados o en las capas superiores de la sociedad culta. Lo que una vez ha llegado a estar vivo se aferra tenazmente a conservar la existencia. A veces nos sentimos inclinados a dudar de si los dragones de los tiempos prehistóricos están realmente extintos.
Aplicando estas observaciones a nuestro problema presente, pienso que la respuesta a la pregunta de cómo explicar los variables resultados de nuestra terapéutica psicoanalítica podría ser que cuando pretendemos sustituir las represiones, que son inseguras, por controles sintónicos con el yo no siempre conseguimos nuestras aspiraciones en su plenitud. Hemos obtenido la transformación, pero con frecuencia sólo parcialmente: fragmentos de los viejos mecanismos quedan inalterados por el trabajo analítico. Es difícil probar que esto ocurre realmente así, porque no tenemos otro camino para juzgar lo que sucede que el resultado que estamos intentando explicar. Sin embargo, las impresiones que se obtienen durante el trabajo analítico no contradicen esta suposición; más bien parece confirmarla. La causa de este fracaso parcial se descubre fácilmente. En el pasado, el factor cuantitativo de la fuerza instintiva se oponía a los esfuerzos defensivos del yo; por esta razón hemos llamado en nuestra ayuda al psicoanálisis, y ahora aquel mismo factor pone un límite a la eficacia de este nuevo esfuerzo. Si la fuerza del instinto es excesiva, el yo maduro, ayudado por el análisis, fracasa en su tarea de igual modo que el yo inerme fracasó anteriormente. Su control sobre el instinto ha mejorado, pero sigue siendo imperfecto, porque la transformación del mecanismo defensivo es sólo incompleta. La irrupción final depende siempre de la fuerza relativa de los agentes psíquicos que luchan entre sí.
No hay duda que es deseable el acortamiento de la duración del tratamiento psicoanalítico, pero sólo podemos lograr nuestro propósito terapéutico aumentando el poder del análisis para que llegue a auxiliar al yo.
IV
Las otras dos preguntas -si mientras estamos tratando un conflicto instintivo podemos proteger a un paciente de futuros conflictos y si es factible y fácil con fines profilácticos investigar un conflicto que no es manifiesto en el momento- deben ser tratadas juntas, porque, evidentemente, la primera tarea sólo puede ser realizada en tanto se lleva a cabo la segunda, es decir, en cuanto un posible conflicto futuro es convertido en un conflicto actual sobre el cual se puede influir. Este nuevo modo de presentar el problema es, en el fondo, sólo una ampliación del primero. Mientras en el primer ejemplo consideramos cómo proteger contra la reaparición del mismo conflicto, estudiamos ahora cómo proteger contra su posible sustitución por otro conflicto.
Aun cuando nuestra ambición terapéutica se halla tentada a emprender tales tareas, la experiencia rechaza la posibilidad de hacerlo. Consideremos los medios de que disponemos para transformar un conflicto instintivo que se halla por el momento latente en otro actualmente activo. Evidentemente, sólo podemos hacer dos cosas. Podemos producir situaciones en las que el conflicto se haga activo o podemos contentarnos con discutirlo en el análisis y señalar la posibilidad de que surja. La primera de estas dos alternativas puede realizarse de dos maneras: en la realidad o en la transferencia -en cualquiera de los dos casos exponiendo al paciente a una cierta cantidad de sufrimiento real por la frustración y el represamiento de la libido-. Intentamos llevar ese conflicto a una culminación, desarrollarlo hasta el máximo para alimentar la fuerza instintiva de que se pueda disponer para su solución.
Si, sin embargo, lo que pretendemos es un tratamiento profiláctico de los conflictos instintivos que no son actualmente activos, sino meramente potenciales, no será bastante el regular los sufrimientos que ya se hallan presentes en el paciente y que no puede evitar. Deberíamos estar dispuestos a provocar en él nuevos sufrimientos; y esto hasta ahora y con plena razón, lo hemos dejado en manos del Destino. Pero en los estados de crisis aguda el psicoanálisis no puede utilizarse con ningún propósito. Todo el interés del yo está absorbido por la penosa realidad y se retira del análisis, que es un intento de penetrar bajo la superficie y descubrir las influencias del pasado. El crear un nuevo conflicto sería solamente hacer más largo y más difícil el trabajo psicoanalítico.
Conjurar de propósito nuevas situaciones de sufrimiento para hacer posible el tratamiento de un conflicto instintivo latente no es el mejor logro profiláctico. La medida protectora no ha de producir la misma situación de peligro que crea la enfermedad misma, sino solamente algo mucho más leve. En la profilaxis psicoanalítica, por tanto, contra conflictos instintivos los únicos métodos que pueden ser considerados son los otros dos que hemos mencionado: la producción artificial de nuevos conflictos en la transferencia (conflictos a los que, después de todo, les falta el carácter de realidad) y la presentación de conflictos reales en la imaginación del paciente hablándole acerca de ellos y familiarizándole con su posibilidad.
En primer lugar, las posibilidades de tal situación en la transferencia son muy limitadas. Los pacientes no pueden llevar por sí mismos todos sus conflictos a la transferencia, ni el psicoanalista puede concitar todos sus posibles conflictos instintivos a partir de la situación transferencial (provocar sus celos, decepciones en amor). Estas cosas suceden por sí mismas en la mayor parte de los análisis. En segundo lugar, no debemos pasar por alto el hecho de que todas las medidas de esta clase obligarían al psicoanalista a conducirse de un modo inamistoso con los pacientes, y esto tendría un efecto perturbador sobre la actitud afectiva -sobre la transferencia positiva-, que es el motivo más fuerte para que el paciente participe en el trabajo común del psicoanálisis. Así, no habríamos de esperar mucho de este procedimiento.
Esto nos deja abierto solamente un método -el que probablemente fue el único que primitivamente se tuvo en cuenta-. Le hablamos al paciente acerca de las posibilidades de otros conflictos instintivos y provocamos la expectación de que tales conflictos puedan aparecer en él. Lo que esperamos es que esta información y esta advertencia tendrán el efecto de activar uno de los conflictos que hemos indicado en un grado moderado y, sin embargo, suficiente para el tratamiento. Pero el resultado esperado no aparece. El paciente oye nuestro mensaje, pero falta la resonancia.
V
Los factores decisivos para el éxito de nuestros esfuerzos terapéuticos eran el influjo de una etiología traumática, la fuerza relativa de los instintos que han de ser controlados y una cosa que hemos llamado una alteración del yo.
Respecto al tercer factor, la situación analítica consiste en que nos aliamos con el yo de la persona sometida al tratamiento con el fin de dominar partes de su ello que se hallan incontroladas; es decir, de incluirlas en la síntesis de su yo. El hecho de que una cooperación de esta clase fracasa habitualmente en el caso de los psicóticos nos permite sentar sólidamente nuestros pies para establecer un juicio. Si hemos de poder hacer un pacto con el yo, éste ha de ser “normal”. Toda persona normal es de hecho solamente normal en cuanto pertenece a la media. Su yo se aproxima al del psicótico en uno u otro aspectos y en mayor o menor cantidad; y el grado de su alejamiento de un extremo de la serie y de su proximidad al otro nos proporcionará una medida provisional de lo que hemos llamado con tanta imprecisión «alteración del yo».
Esas alteraciones son o congénitas o adquiridas. Si son adquiridas ciertamente, lo habrán sido en el curso del desarrollo, empezando ya en los primeros años de la vida. Porque el yo ha de intentar, desde el principio, realizar su tarea de mediar entre su ello y el mundo externo al servicio del principio del placer y proteger al ello de los peligros del mundo exterior. Bajo la influencia de la educación, el yo se va acostumbrando a llevar el escenario de la lucha desde fuera adentro y a dominar el peligro interno antes que se convierta en peligro externo, y probablemente la mayor parte de las veces tiene razón al hacerlo así. Durante esta lucha en dos frentes el yo utiliza varios procedimientos para evitar el peligro, la ansiedad y el displacer. A estos procedimientos los llamamos «mecanismos de defensa».
La represión tiene la misma relación con los otros métodos de defensa que la omisión tiene con la distorsión del texto, y en las diferentes formas de esta falsificación podemos descubrir paralelos con la diversidad de modos en los que el yo se altera. El aparato psíquico no tolera el displacer, ha de eliminarlo a toda costa, y si la percepción de la realidad lleva consigo displacer, aquella percepción debe ser sacrificada. Pero no podemos huir de nosotros mismos; no es un remedio frente al peligro interno. Y por esta razón los mecanismos defensivos del yo están condenados a falsificar nuestra percepción interna y a darnos solamente una imagen imperfecta y desfigurada de nuestro ello.
Los mecanismos de defensa sirven al propósito de alejar los peligros. Pero también a su vez, pueden convertirse en peligros. A veces resulta que el yo ha pagado un precio demasiado alto por los servicios que le prestan. Además, esos mecanismos no se extinguen después de haber ayudado al yo durante los años difíciles de su desarrollo. Cada persona sólo utiliza una selección de ellos. Se convierten en modos regulares de reacción de su carácter, que se repiten a lo largo de su vida cuando se presenta una situación similar a la primitiva. Esto los convierte en infantilismos. EI yo del adulto, con su fuerza incrementada, continúa defendiéndose contra peligros que ya no existen en la realidad; para poder justificar, en relación con ellas, el que mantengan sus modos habituales de reacción. Así producen una alienación más amplia del mundo exterior y una debilitación permanente del yo, facilitando el camino para la irrupción de la neurosis.
Lo que intentamos descubrir es la influencia que las alteraciones del yo, que corresponden los mecanismos de defensa, tienen sobre nuestros esfuerzos terapéuticos. EI paciente repite esos modos de reacción durante el trabajo analítico. Nuestro trabajo terapéutico se halla oscilando continuamente hacia adelante y hacia atrás, entre un fragmento de análisis del ello y otro del análisis del yo. En el primer caso necesitamos hacer consciente algo del ello; en el otro queremos corregir algo del yo. Lo importante es que los mecanismos defensivos dirigidos contra el peligro primitivo reaparecen en el tratamiento como resistencias contra la curación. De aquí resulta que el yo considera la curación como un nuevo peligro.
EI efecto terapéutico depende de que se haga consciente lo que se halla reprimido en el ello. Preparamos el camino para esta concienciación por las interpretaciones y las construcciones, pero interpretamos sólo para nosotros y no para el paciente, en tanto el yo se aferra a sus antiguas defensas y no abandona sus resistencias. Ahora bien: esas resistencias, aunque pertenecen al yo, son inconscientes y en cierto modo se hallan aisladas dentro de él. Durante el trabajo sobre las resistencias el yo cesa de apoyar nuestros esfuerzos para descubrir el ello; desobedece la regla fundamental del análisis y no permite que emerja nada derivado de lo reprimido. No podemos esperar que el paciente tenga una gran convicción sobre el poder curativo del análisis. Puede haber traído consigo un cierto grado de confianza en el analista, que será reforzado por la transferencia positiva que se creará en él. Bajo el influjo de los impulsos displacenteros que siente como resultado de la reactivación de sus conflictos defensivos, las transferencias negativas pueden ocupar el primer plano y anular por completo la situación psicoanalítica. Ahora el paciente mira al psicoanalista como a un extraño que tiene exigencias desagradables para él y se conduce entonces como un niño que no gusta del extraño y no cree nada de lo que le dice. Si el psicoanalista intenta explicar al paciente una de las distorsiones hechas por él con propósitos de defensa y corregirle, lo encuentra sin comprensión e inaccesible a los argumentos mejor fundamentados. Así vemos que existe una resistencia al descubrimiento de las resistencias, y los mecanismos defensivos merecen realmente el nombre que les hemos dado primitivamente aun antes de haberlos examinado en detalle. Son resistencias no sólo a la concienciación de los contenidos del ello, sino también al análisis como un todo y, por tanto, a la curación.
El efecto producido en el yo por las defensas puede describirse acertadamente como una «alteración del yo», si por esto comprendemos una desviación de la ficción de un yo normal que garantizaría una inquebrantable lealtad al trabajo del análisis. Es fácil entonces aceptar el hecho, que la experiencia diaria muestra, de que el resultado de un tratamiento psicoanalítico depende esencialmente de la fuerza y de la profundidad de las raíces de esas resistencias, que dan lugar a una alteración del yo.
VI
Con el reconocimiento de que las propiedades del yo que encontramos bajo la forma de resistencias pueden ser tanto determinadas por la herencia como adquiridas en las luchas defensivas pierde mucho de su valor para nuestra investigación la distinción topográfica entre lo que es yo y lo que es ello. Si damos un paso más en nuestra experiencia analítica llegamos a resistencias de otro tipo, que ya no podemos localizar y que parecen depender de condiciones fundamentales del aparato psíquico. Encontramos personas, por ejemplo, a quienes nos sentiríamos inclinados a atribuir una especial «adhesividad de la libido». Los procesos que el tratamiento pone en marcha son mucho más lentos en ellas que en otras personas, porque al parecer no pueden acostumbrarse a separar las catexis libidinales (la concentración de deseos sobre algún objeto e idea; también la cantidad de deseos así concentrados) de un objeto para transferirlas a otro, aunque no podamos descubrir una especial razón para esta lealtad de las catexis. Encontramos también el tipo de persona opuesto, en el que la libido parece particularmente movilizable; entra fácilmente en las nuevas catexis sugeridas por el análisis, abandonando las antiguas. La diferencia entre los dos tipos es comparable a la que sentiría un escultor según trabajara en una piedra dura o en el blando yeso. Por desgracia, en este segundo tipo los resultados del análisis resultan ser con frecuencia muy poco duraderos; las nuevas catexis son pronto abandonadas.
En otro grupo de casos nos vemos un agotamiento de la plasticidad, de la capacidad de cambio y de desarrollo que ordinariamente esperaríamos, casi invariablemente observamos que el impulso no penetra en ellos sin una marcada vacilación («resistencia del ello»).
En otro grupo de casos las características distintivas del yo, que han de hacerse responsables como fuentes de la resistencia hacia el tratamiento psicoanalítico y como impedimentos para el éxito terapéutico, pueden surgir de raíces más profundas y diferentes. Aquí tratamos con las cosas últimas, de las que la investigación psicológica puede aprender algo: la conducta de los dos instintos primigenios, su distribución, su mezcla y su difusión -cosas de las que no se puede pensar que están confinadas a una simple provincia del aparato psíquico, el ello, el yo o el super-yo-. Durante el trabajo analítico no se obtiene otra impresión de la resistencia, sino la de que es una fuerza que se defiende con todos los medios posibles contra la curación y que se halla completamente resuelta a aferrarse a la enfermedad y al sufrimiento. Una parte de esta fuerza ha sido reconocida como el sentimiento de culpa y la necesidad de castigo y la hemos localizado en la relación del yo con el super-yo. Pero otras porciones de esta misma fuerza, ligadas o libres, pueden actuar en otros lugares no especificados. Por ejemplo, los fenómenos del masoquismo son inequívocas indicaciones de la presencia del instinto de muerte. Solamente por la acción mutuamente concurrente u opuesta de los dos instintos primigenios Eros y Thanatos, podemos explicar la rica multiplicidad de los fenómenos de la vida.
AI estudiar los fenómenos que testimonian de la actividad del instinto de destrucción no estamos confinados a hacer observaciones en un material patológico. Muchos hechos de la vida psíquica normal piden una explicación de esta clase, y cuanto más aguda se hace nuestra mirada, con mayor frecuencia los encontramos.
La tendencia a un conflicto es algo especial, algo sobreañadido a la situación, independientemente de la cantidad de libido. Una tendencia, que emerge independientemente, a presentar conflictos de esta clase no puede realmente atribuirse a nada, sino a la intervención de un elemento de agresividad libre.
Los dos principios fundamentales de Empédocles -jilia y neicoz- son en cuanto al hombre y a la función los mismos que nuestros dos instintos primigenios, el Eros y la tendencia a la destrucción, el primero de los cuales se dirige a combinar lo que existe en unidades cada vez mayores, mientras que el segundo aspira a disolver esas combinaciones y a destruir las estructuras a las que han dado lugar.
VII
En 1927 Ferenczi dice que «el análisis no es un proceso sin fin, sino que puede ser llevado a una natural terminación con suficiente habilidad y paciencia por parte del analista». Sin embargo, el trabajo en conjunto me parece contener una advertencia de no aspirar al acortamiento del psicoanálisis, sino a su profundización. Ferenczi señala que el éxito depende muy ampliamente de que el analista haya aprendido lo bastante de sus propios «errores y equivocaciones» y haya corregido los «puntos débiles de su personalidad». Entre los factores que influencian los progresos del tratamiento psicoanalítico y añaden dificultades del mismo modo que las resistencias, deben tenerse en cuenta no sólo la naturaleza del yo del paciente, sino la individualidad del psicoanalista.
No puede negarse que los psicoanalistas no han llegado invariablemente en su propia personalidad al nivel de normalidad psíquica hasta el cual desean educar a sus pacientes. Los psicoanalistas son personas que han aprendido a practicar un arte peculiar; además de esto, ha de permitírseles que sean seres humanos como los demás. Sin embargo, las condiciones especiales del trabajo psicoanalítico hacen que los propios defectos del analista interfieran en el correcto establecimiento por él del estado de cosas en su paciente y le impidan reaccionar de un modo eficaz. Por tanto, es razonable esperar de un psicoanalista -como parte de sus calificaciones- un grado considerable de normalidad y de salud mentales. Además, ha de poseer alguna clase de superioridad, de modo que en ciertas situaciones analíticas pueda actuar como modelo para su paciente y en otras como maestro. Y, finalmente, no debemos olvidar que la relación psicoanalítica está basada en un amor a la verdad -esto es, en el reconocimiento de la realidad- y que esto excluye cualquier clase de impostura o engaño.
Hagamos aquí una pausa por un momento para asegurar al psicoanalista que tiene nuestra sincera simpatía por las exigentes demandas que ha de satisfacer al realizar sus actividades. Evidentemente, no podemos pedir que el que quiera ser psicoanalista sea un ser perfecto antes de emprender el análisis. En un psicoanálisis didáctico empieza su preparación para sus futuras actividades. Por razones prácticas este análisis sólo puede ser breve e incompleto. Su objetivo principal es capacitar a su profesor para juzgar si el candidato puede ser aceptado para un enfrentamiento posterior. Habrá cumplido sus propósitos si proporciona al principiante una firme convicción de la existencia del inconsciente, si le capacita, cuando emerge material reprimido, para percibir en él mismo cosas que de otro modo le resultarían increíbles y si le muestra una primera visión de la técnica que ha demostrado ser la única eficaz en el trabajo analítico. Sólo esto no bastará para su instrucción; pero contamos con que los estímulos que ha recibido en su propio análisis no cesarán cuando termine y que los procesos de remodelamiento continuarán espontáneamente en el sujeto analizado.
Parece que cierto número de psicoanalistas aprenden a utilizar mecanismos defensivos que les permiten desviar de sí mismos las implicaciones y exigencias del análisis (probablemente dirigiéndolas hacia otras personas), de modo que ellos siguen siendo como son y pueden sustraerse a la influencia crítica y correctiva del psicoanálisis. No sería sorprendente que el efecto de una preocupación constante con todo el material reprimido que lucha por su libertad en la mente humana comenzara a rebullir en el psicoanalista lo mismo que las exigencias instintivas, que de otro modo es capaz de mantener reprimidas. Todo analista debería periódicamente -a intervalos de unos cinco años- someterse a un nuevo análisis sin sentirse avergonzado de dar este paso. Esto significaría entonces que no sólo el análisis terapéutico de los pacientes, sino su propio psicoanálisis, se transformarían desde una tarea terminable en una tarea interminable.
No quiero decir que el análisis sea algo que nunca termina. Todo psicoanalista experimentado recordará un cierto número de casos en los que se ha dado a su paciente una despedida definitiva. En los casos de análisis de carácter no es fácil prever una terminación natural, aun cuando se eviten exageradas expectaciones y no se plantee al psicoanálisis una tarea excesiva. Nuestra aspiración en tal caso es lograr las condiciones psicológicas mejores posibles para las funciones del yo.
VIII
Tanto en el psicoanálisis terapéutico como en el del carácter percibimos que dos temas se presentan con especial preeminencia y proporcionan al analista una cantidad desmedida de trabajo. Uno es característico de los varones; el otro, de las mujeres. A pesar de las diferencias de su contenido, existe una clara correspondencia entre ellos.
Los dos temas son: en la mujer, la envidia del pene, y en el varón, la lucha contra su actitud pasiva o femenina frente a otro varón. Lo común a los dos temas es la actitud hacia el complejo de castración.
Al intentar introducir este factor en la estructura de nuestra teoría no debemos pasar por alto el hecho de que, por su misma naturaleza, no puede ocupar la misma posición en los dos sexos. En los varones la aspiración a la masculinidad es, desde el principio, sintónica con el yo; la actitud pasiva, puesto que presupone una aceptación de la castración, se halla reprimida enérgicamente y con frecuencia su presencia sólo se revela por hipercompensaciones excesivas. En las hembras también la aspiración a la masculinidad resulta sintónica con el yo en la fase fálica, antes que haya empezado la evolución de la femineidad-. Pero entonces sucumbe a los tempestuosos procesos de la represión, cuyo éxito determina el logro de la femineidad de una mujer. Normalmente grandes porciones del complejo son transformadas y contribuyen a la formación de su femineidad: el deseo apaciguado de un pene está destinado a convertirse en el deseo de un bebé y de un marido que posee un pene. Es extraño, sin embargo, cuán a menudo encontramos que el deseo de masculinidad ha sido retenido en el inconsciente y a partir de su estado de represión ejerce un influjo perturbador.
Como se ve por lo que he dicho, en ambos casos es la actitud apropiada para el sexo opuesto la que ha sucumbido a la represión.
Ferenczi consideraba como un requisito para todo psicoanálisis realizado con éxito que esos dos complejos hubieran sido dominados.
Me gustaría añadir que, según mi propia experiencia, pienso que al pedir esto pedía demasiado. En ningún momento del trabajo psicoanalítico se sufre más de un sentimiento opresivo de que los repetidos esfuerzos han sido vanos y se sospecha que se ha estado «predicando en el desierto» que cuando se intenta persuadir a una mujer de que abandone su deseo de un pene porque es irrealizable, o cuando se quiere convencer a un hombre de que una actitud pasiva hacia los varones no siempre significa la castración y es indispensable en muchas relaciones de la vida. La rebelde hipercompensación del varón produce una de las más intensas resistencias a la transferencia. Se niega a sujetarse a un padre-sustituto o a sentirse en deuda con él por cualquier cosa y, por consiguiente, se niega a aceptar su curación por el médico. Del deseo de un pene por parte de la mujer no puede provocarse una transferencia análoga, pero es en ella la fuente de graves episodios de depresión debidos a una convicción interna de que el análisis de nada servirá y que nada puede hacerse para ayudarla. Y hemos de aceptar que está en lo cierto cuando sabemos que su más fuerte motivo para el tratamiento era la esperanza de que, después de todo, todavía podría obtener un órgano masculino, cuya ausencia era tan penosa para ella.
Pero también aprendemos de esto que no es importante la forma en que aparece la resistencia, sea como una transferencia o no. La cosa decisiva sigue siendo que la resistencia evita que aparezca cualquier cambio, que todo continúa como antes estaba. Con frecuencia tenemos la impresión de que con el deseo de un pene y la protesta masculina hemos penetrado a través de todos los estratos psicológicos y nuestras actividades han llegado a su fin. Esto es probablemente verdad, puesto que para el campo psíquico el territorio biológico desempeña en realidad la parte de la roca viva subyacente. La repudiación de la femineidad puede no ser otra cosa que un hecho biológico, una parte del gran enigma de la sexualidad. Sería difícil decir si y cuándo hemos logrado domeñar este factor en un tratamiento psicoanalítico. Sólo podemos consolarnos con la certidumbre de que hemos dado a la persona analizada todos los alientos necesarios para reexaminar y modificar su actitud hacia él.
La experiencia nos ha enseñado que la terapéutica psicoanalítica consume mucho tiempo. Por ello se han hecho intentos para abreviar la duración del análisis.
Un intento en esta dirección fue realizado por Otto Rank a partir de su libro EI trauma del nacimiento (1924). Este autor suponía que la verdadera fuente de las neurosis es el acto del nacimiento, ya que éste Ileva consigo la posibilidad de que una «fijación primaria» del niño hacia la madre no sea superada y persista como una «represión primaria». Rank esperaba que si este trauma primario era tratado en un subsiguiente análisis, la neurosis podría quedar completamente resuelta. Así, esta pequeña parte del trabajo analítico ahorraría la necesidad del resto. Y esto podía realizarse en pocos meses. Es indiscutible que el argumento de Rank era prometedor e ingenioso, pero más bien fue un producto de su tiempo, diseñado para adaptar el tempo de la terapéutica analítica a la prisa de la vida americana.
Yo había adoptado otro modo de acelerar un tratamiento psicoanalítico ya antes de la guerra. En aquel tiempo había tomado a mi cargo el caso de un joven ruso, un hombre a quien la riqueza había echado a perder y había Llegado a Viena en un estado de completo derrumbamiento. En el curso de unos años fue posible devolverle una gran parte de su independencia, despertar su interés por la vida y ajustar sus relaciones con las personas que más le interesaban. Pero entonces la mejoría se detuvo y no sentía ningún deseo de adelantar un paso más que le acercara al fin de su tratamiento. En esta situación fijé un límite de tiempo para el análisis, informé al paciente de que ése sería el último de su tratamiento, cualquiera que fuera el resultado en el tiempo acordado. Al principio no me creyó, pero en cuanto se convenció de que hablaba en serio apareció el cambio deseado. Sus resistencias cedieron y en los últimos meses fue capaz de reproducir todos los recuerdos y descubrir todas las relaciones que parecían necesarias para la comprensión de su neurosis precoz y para dominar la actual.
Solamente puede existir un veredicto acerca del valor de este chantaje: es eficaz con tal que se haga en el momento oportuno. Pero no puede garantizar el cumplimiento total de la tarea. Por el contrario, podemos estar seguros de que mientras parte del material se hará accesible bajo la presión de esta amenaza, otra parte quedará guardada y enterrada como antes estaba y perdida para nuestros esfuerzos terapéuticos. Porque una vez que el analista ha fijado el límite de tiempo, no puede prolongarlo; de otro modo, el paciente perdería la fe en él. El camino más claro para el paciente sería continuar su tratamiento con otro analista, aunque sepamos que este cambio llevará consigo una nueva pérdida de tiempo y el abandono de los resultados de un trabajo ya realizado.
II
Antes que nada hemos de decidir qué se quiere decir con la frase ambigua «el final de un análisis». Desde un punto de vista práctico, un análisis ha terminado cuando el psicoanalista y el paciente dejan de reunirse para las sesiones de análisis. Esto sucede cuando se han cumplido más o menos por completo dos condiciones: primera, que el paciente no sufra ya de sus síntomas y haya superado su angustia y sus inhibiciones; segunda, que el analista juzgue que se ha hecho consciente tanto material reprimido, que se han explicado tantas cosas que eran ininteligibles y se han conquistado tantas resistencias internas, que no hay que temer una repetición de los procesos patológicos en cuestión.
EI otro significado de «terminación» de un análisis es mucho más ambicioso. En este otro sentido lo que preguntamos es si el analista ha tenido una influencia tal sobre el paciente que no podrían esperarse mayores cambios en él aunque se continuara el análisis.
Todo analista ha tratado unos pocos casos que han tenido este satisfactorio resultado. Ha logrado hacer desaparecer los trastornos neuróticos que no han reaparecido ni han sido reemplazados por ningún otro. Solamente cuando un caso es de origen predominantemente traumático podrá hacer el psicoanálisis lo que es capaz de hacer de un modo superlativo; sólo entonces, gracias a haber reforzado el yo del paciente, logrará sustituir por una solución correcta la inadecuada decisión hecha en la primera época de su vida. Solamente en tales casos se puede hablar de que un análisis ha terminado definitivamente. Es verdad que si el paciente que ha sido curado nunca produce otro trastorno que necesite psicoanálisis, no sabemos hasta qué punto su inmunidad no es debida a un hado benéfico que le ha ahorrado tormentos demasiado graves.
Una intensidad constitucional del instinto y una alteración desfavorable del yo adquirida en la lucha defensiva en el sentido de que resulte dislocado y restringido, son los factores perjudiciales para la eficacia de un análisis y pueden hacer su duración interminable. ¿Cuáles son los obstáculos que se hallan en el camino de tal curación?
Esto me lleva a tratar de dos problemas que se derivan directamente de la práctica psicoanalítica.
El escéptico, el optimista y el ambicioso los considerarán de muy diferente manera. El primero dirá que se halla comprobado ya que aún un tratamiento analítico seguido de éxito no protege al paciente, que en el momento ha quedado curado, de caer más tarde enfermo con otra neurosis -o realmente de una neurosis derivada de la misma raíz instintiva-; es decir, de una recurrencia de su antiguo trastorno. Los otros dirán, que podemos pedir y esperar que un tratamiento psicoanalítico dé resultados permanentes, o por lo menos que si un paciente recae, su nueva enfermedad no resultará una reviviscencia de su primitivo trastorno instintivo, que se manifiesta de una forma nueva. Nuestra experiencia, mantendrán, no nos obliga a restringir tan materialmente las demandas que pueden hacerse a nuestro método terapéutico.
Las expectaciones del optimista presuponen, en primer lugar, que realmente existe una posibilidad de solucionar un conflicto entre el yo y un instinto definitivamente y para siempre; en segundo lugar, que mientras estamos tratando a alguien por un conflicto instintivo, podemos, de la manera que sea, inmunizarlo contra la posibilidad de cualquier otro conflicto de ese tipo; y en tercer lugar, que podemos, con propósitos de profilaxis, resolver un conflicto patógeno de esta clase que no se manifiesta en el momento por ninguna indicación y que es aconsejable hacerlo así.
Probablemente puede proyectarse alguna luz sobre esto mediante consideraciones teóricas. Pero si deseamos satisfacer las mayores exigencias con la terapéutica psicoanalítica, nuestro camino no nos llevará a un acortamiento de su duración.
III
De los tres factores que hemos reconocido como decisivos para el éxito del tratamiento psicoanalítico -la influencia de los traumas, la intensidad constitucional de los instintos y las alteraciones del yo-, el que nos concierne aquí es sólo el segundo, la fuerza de los instintos. ¿Es posible resolver por medio de la terapéutica psicoanalítica un conflicto entre un instinto y el yo, o el causado por una demanda instintiva patógena al yo, de un modo permanente y definitivo?. Esto es, en general, imposible, y tampoco es en absoluto deseable. Con ello queremos decir algo completamente distinto, algo que puede ser descrito grosso modo como una «domesticación» del instinto. Es decir, el instinto es integrado en la armonía del yo, resulta accesible a todas las influencias de los otros impulsos sobre el yo y ya no intenta seguir su camino independiente hacia la satisfacción. Si se nos pregunta por qué métodos y medios se logra este resultado, no es fácil encontrar una respuesta. Sólo tenemos una única pista para empezar: la antítesis entre los procesos primarios y secundarios, y en este punto he de limitarme a señalar esta antítesis.
Formulada en estos términos la pregunta no hace mención de la intensidad del instinto; pero es precisamente de esto de lo que depende el resultado. La experiencia diaria nos enseña que en una persona normal cualquier solución de un conflicto instintivo sólo resulta buena para una cierta relación entre la intensidad del instinto y la fuerza del yo. Si ésta disminuye, sea por enfermedad o fatiga o por alguna otra causa parecida, todos los instintos que han sido hasta entonces domeñados con éxito pueden renovar sus exigencias y tender a obtener satisfacciones sustitutivas por caminos anormales.
Dos veces en el curso del desarrollo individual ciertos instintos resultan considerablemente reforzados: en la pubertad, y en la menopausia. Una persona que no ha sido antes neurótica se convierta en tal en esas épocas. Los mismos efectos producidos por esos dos refuerzos fisiológicos del instinto pueden aparecer de un modo irregular por causas accidentales en cualquier otro período de la vida (traumas recientes, frustraciones forzadas o por la influencia colateral de unos instintos sobre otros).
El psicoanálisis permite al yo que ha alcanzado mayor madurez y fuerza emprender una revisión de esas antiguas represiones; unas pocas son destruidas, mientras otras son reconocidas, pero reconstruidas con un material más sólido. Estos nuevos diques son de un grado de firmeza muy distinto al de las primeras; podemos confiar en que no cederán tan fácilmente ante un aumento de la fuerza de los instintos. Así, el verdadero resultado de la terapéutica psicoanalítica sería la corrección subsiguiente del primitivo proceso de represión, una corrección que pone fin al predominio del factor cuantitativo.
El análisis logra a veces eliminar la influencia de un aumento del instinto, pero no invariablemente, o bien el efecto del psicoanálisis se halla limitado a aumentar el poder de resistencia de las inhibiciones de modo que equilibren exigencias mucho mayores que antes del análisis o si éste no hubiera tenido lugar. Realmente no puedo adoptar una decisión en este punto ni sé si en los momentos actuales es posible.
Existe, sin embargo, otro ángulo desde el cual podemos enfocar el problema de la variabilidad de los efectos del psicoanálisis. De todas las creencias erróneas y supersticiosas de la Humanidad, que se supone que han sido superadas, no existe ninguna cuyos residuos no se hallen hoy entre nosotros en los estratos más bajos de los pueblos civilizados o en las capas superiores de la sociedad culta. Lo que una vez ha llegado a estar vivo se aferra tenazmente a conservar la existencia. A veces nos sentimos inclinados a dudar de si los dragones de los tiempos prehistóricos están realmente extintos.
Aplicando estas observaciones a nuestro problema presente, pienso que la respuesta a la pregunta de cómo explicar los variables resultados de nuestra terapéutica psicoanalítica podría ser que cuando pretendemos sustituir las represiones, que son inseguras, por controles sintónicos con el yo no siempre conseguimos nuestras aspiraciones en su plenitud. Hemos obtenido la transformación, pero con frecuencia sólo parcialmente: fragmentos de los viejos mecanismos quedan inalterados por el trabajo analítico. Es difícil probar que esto ocurre realmente así, porque no tenemos otro camino para juzgar lo que sucede que el resultado que estamos intentando explicar. Sin embargo, las impresiones que se obtienen durante el trabajo analítico no contradicen esta suposición; más bien parece confirmarla. La causa de este fracaso parcial se descubre fácilmente. En el pasado, el factor cuantitativo de la fuerza instintiva se oponía a los esfuerzos defensivos del yo; por esta razón hemos llamado en nuestra ayuda al psicoanálisis, y ahora aquel mismo factor pone un límite a la eficacia de este nuevo esfuerzo. Si la fuerza del instinto es excesiva, el yo maduro, ayudado por el análisis, fracasa en su tarea de igual modo que el yo inerme fracasó anteriormente. Su control sobre el instinto ha mejorado, pero sigue siendo imperfecto, porque la transformación del mecanismo defensivo es sólo incompleta. La irrupción final depende siempre de la fuerza relativa de los agentes psíquicos que luchan entre sí.
No hay duda que es deseable el acortamiento de la duración del tratamiento psicoanalítico, pero sólo podemos lograr nuestro propósito terapéutico aumentando el poder del análisis para que llegue a auxiliar al yo.
IV
Las otras dos preguntas -si mientras estamos tratando un conflicto instintivo podemos proteger a un paciente de futuros conflictos y si es factible y fácil con fines profilácticos investigar un conflicto que no es manifiesto en el momento- deben ser tratadas juntas, porque, evidentemente, la primera tarea sólo puede ser realizada en tanto se lleva a cabo la segunda, es decir, en cuanto un posible conflicto futuro es convertido en un conflicto actual sobre el cual se puede influir. Este nuevo modo de presentar el problema es, en el fondo, sólo una ampliación del primero. Mientras en el primer ejemplo consideramos cómo proteger contra la reaparición del mismo conflicto, estudiamos ahora cómo proteger contra su posible sustitución por otro conflicto.
Aun cuando nuestra ambición terapéutica se halla tentada a emprender tales tareas, la experiencia rechaza la posibilidad de hacerlo. Consideremos los medios de que disponemos para transformar un conflicto instintivo que se halla por el momento latente en otro actualmente activo. Evidentemente, sólo podemos hacer dos cosas. Podemos producir situaciones en las que el conflicto se haga activo o podemos contentarnos con discutirlo en el análisis y señalar la posibilidad de que surja. La primera de estas dos alternativas puede realizarse de dos maneras: en la realidad o en la transferencia -en cualquiera de los dos casos exponiendo al paciente a una cierta cantidad de sufrimiento real por la frustración y el represamiento de la libido-. Intentamos llevar ese conflicto a una culminación, desarrollarlo hasta el máximo para alimentar la fuerza instintiva de que se pueda disponer para su solución.
Si, sin embargo, lo que pretendemos es un tratamiento profiláctico de los conflictos instintivos que no son actualmente activos, sino meramente potenciales, no será bastante el regular los sufrimientos que ya se hallan presentes en el paciente y que no puede evitar. Deberíamos estar dispuestos a provocar en él nuevos sufrimientos; y esto hasta ahora y con plena razón, lo hemos dejado en manos del Destino. Pero en los estados de crisis aguda el psicoanálisis no puede utilizarse con ningún propósito. Todo el interés del yo está absorbido por la penosa realidad y se retira del análisis, que es un intento de penetrar bajo la superficie y descubrir las influencias del pasado. El crear un nuevo conflicto sería solamente hacer más largo y más difícil el trabajo psicoanalítico.
Conjurar de propósito nuevas situaciones de sufrimiento para hacer posible el tratamiento de un conflicto instintivo latente no es el mejor logro profiláctico. La medida protectora no ha de producir la misma situación de peligro que crea la enfermedad misma, sino solamente algo mucho más leve. En la profilaxis psicoanalítica, por tanto, contra conflictos instintivos los únicos métodos que pueden ser considerados son los otros dos que hemos mencionado: la producción artificial de nuevos conflictos en la transferencia (conflictos a los que, después de todo, les falta el carácter de realidad) y la presentación de conflictos reales en la imaginación del paciente hablándole acerca de ellos y familiarizándole con su posibilidad.
En primer lugar, las posibilidades de tal situación en la transferencia son muy limitadas. Los pacientes no pueden llevar por sí mismos todos sus conflictos a la transferencia, ni el psicoanalista puede concitar todos sus posibles conflictos instintivos a partir de la situación transferencial (provocar sus celos, decepciones en amor). Estas cosas suceden por sí mismas en la mayor parte de los análisis. En segundo lugar, no debemos pasar por alto el hecho de que todas las medidas de esta clase obligarían al psicoanalista a conducirse de un modo inamistoso con los pacientes, y esto tendría un efecto perturbador sobre la actitud afectiva -sobre la transferencia positiva-, que es el motivo más fuerte para que el paciente participe en el trabajo común del psicoanálisis. Así, no habríamos de esperar mucho de este procedimiento.
Esto nos deja abierto solamente un método -el que probablemente fue el único que primitivamente se tuvo en cuenta-. Le hablamos al paciente acerca de las posibilidades de otros conflictos instintivos y provocamos la expectación de que tales conflictos puedan aparecer en él. Lo que esperamos es que esta información y esta advertencia tendrán el efecto de activar uno de los conflictos que hemos indicado en un grado moderado y, sin embargo, suficiente para el tratamiento. Pero el resultado esperado no aparece. El paciente oye nuestro mensaje, pero falta la resonancia.
V
Los factores decisivos para el éxito de nuestros esfuerzos terapéuticos eran el influjo de una etiología traumática, la fuerza relativa de los instintos que han de ser controlados y una cosa que hemos llamado una alteración del yo.
Respecto al tercer factor, la situación analítica consiste en que nos aliamos con el yo de la persona sometida al tratamiento con el fin de dominar partes de su ello que se hallan incontroladas; es decir, de incluirlas en la síntesis de su yo. El hecho de que una cooperación de esta clase fracasa habitualmente en el caso de los psicóticos nos permite sentar sólidamente nuestros pies para establecer un juicio. Si hemos de poder hacer un pacto con el yo, éste ha de ser “normal”. Toda persona normal es de hecho solamente normal en cuanto pertenece a la media. Su yo se aproxima al del psicótico en uno u otro aspectos y en mayor o menor cantidad; y el grado de su alejamiento de un extremo de la serie y de su proximidad al otro nos proporcionará una medida provisional de lo que hemos llamado con tanta imprecisión «alteración del yo».
Esas alteraciones son o congénitas o adquiridas. Si son adquiridas ciertamente, lo habrán sido en el curso del desarrollo, empezando ya en los primeros años de la vida. Porque el yo ha de intentar, desde el principio, realizar su tarea de mediar entre su ello y el mundo externo al servicio del principio del placer y proteger al ello de los peligros del mundo exterior. Bajo la influencia de la educación, el yo se va acostumbrando a llevar el escenario de la lucha desde fuera adentro y a dominar el peligro interno antes que se convierta en peligro externo, y probablemente la mayor parte de las veces tiene razón al hacerlo así. Durante esta lucha en dos frentes el yo utiliza varios procedimientos para evitar el peligro, la ansiedad y el displacer. A estos procedimientos los llamamos «mecanismos de defensa».
La represión tiene la misma relación con los otros métodos de defensa que la omisión tiene con la distorsión del texto, y en las diferentes formas de esta falsificación podemos descubrir paralelos con la diversidad de modos en los que el yo se altera. El aparato psíquico no tolera el displacer, ha de eliminarlo a toda costa, y si la percepción de la realidad lleva consigo displacer, aquella percepción debe ser sacrificada. Pero no podemos huir de nosotros mismos; no es un remedio frente al peligro interno. Y por esta razón los mecanismos defensivos del yo están condenados a falsificar nuestra percepción interna y a darnos solamente una imagen imperfecta y desfigurada de nuestro ello.
Los mecanismos de defensa sirven al propósito de alejar los peligros. Pero también a su vez, pueden convertirse en peligros. A veces resulta que el yo ha pagado un precio demasiado alto por los servicios que le prestan. Además, esos mecanismos no se extinguen después de haber ayudado al yo durante los años difíciles de su desarrollo. Cada persona sólo utiliza una selección de ellos. Se convierten en modos regulares de reacción de su carácter, que se repiten a lo largo de su vida cuando se presenta una situación similar a la primitiva. Esto los convierte en infantilismos. EI yo del adulto, con su fuerza incrementada, continúa defendiéndose contra peligros que ya no existen en la realidad; para poder justificar, en relación con ellas, el que mantengan sus modos habituales de reacción. Así producen una alienación más amplia del mundo exterior y una debilitación permanente del yo, facilitando el camino para la irrupción de la neurosis.
Lo que intentamos descubrir es la influencia que las alteraciones del yo, que corresponden los mecanismos de defensa, tienen sobre nuestros esfuerzos terapéuticos. EI paciente repite esos modos de reacción durante el trabajo analítico. Nuestro trabajo terapéutico se halla oscilando continuamente hacia adelante y hacia atrás, entre un fragmento de análisis del ello y otro del análisis del yo. En el primer caso necesitamos hacer consciente algo del ello; en el otro queremos corregir algo del yo. Lo importante es que los mecanismos defensivos dirigidos contra el peligro primitivo reaparecen en el tratamiento como resistencias contra la curación. De aquí resulta que el yo considera la curación como un nuevo peligro.
EI efecto terapéutico depende de que se haga consciente lo que se halla reprimido en el ello. Preparamos el camino para esta concienciación por las interpretaciones y las construcciones, pero interpretamos sólo para nosotros y no para el paciente, en tanto el yo se aferra a sus antiguas defensas y no abandona sus resistencias. Ahora bien: esas resistencias, aunque pertenecen al yo, son inconscientes y en cierto modo se hallan aisladas dentro de él. Durante el trabajo sobre las resistencias el yo cesa de apoyar nuestros esfuerzos para descubrir el ello; desobedece la regla fundamental del análisis y no permite que emerja nada derivado de lo reprimido. No podemos esperar que el paciente tenga una gran convicción sobre el poder curativo del análisis. Puede haber traído consigo un cierto grado de confianza en el analista, que será reforzado por la transferencia positiva que se creará en él. Bajo el influjo de los impulsos displacenteros que siente como resultado de la reactivación de sus conflictos defensivos, las transferencias negativas pueden ocupar el primer plano y anular por completo la situación psicoanalítica. Ahora el paciente mira al psicoanalista como a un extraño que tiene exigencias desagradables para él y se conduce entonces como un niño que no gusta del extraño y no cree nada de lo que le dice. Si el psicoanalista intenta explicar al paciente una de las distorsiones hechas por él con propósitos de defensa y corregirle, lo encuentra sin comprensión e inaccesible a los argumentos mejor fundamentados. Así vemos que existe una resistencia al descubrimiento de las resistencias, y los mecanismos defensivos merecen realmente el nombre que les hemos dado primitivamente aun antes de haberlos examinado en detalle. Son resistencias no sólo a la concienciación de los contenidos del ello, sino también al análisis como un todo y, por tanto, a la curación.
El efecto producido en el yo por las defensas puede describirse acertadamente como una «alteración del yo», si por esto comprendemos una desviación de la ficción de un yo normal que garantizaría una inquebrantable lealtad al trabajo del análisis. Es fácil entonces aceptar el hecho, que la experiencia diaria muestra, de que el resultado de un tratamiento psicoanalítico depende esencialmente de la fuerza y de la profundidad de las raíces de esas resistencias, que dan lugar a una alteración del yo.
VI
Con el reconocimiento de que las propiedades del yo que encontramos bajo la forma de resistencias pueden ser tanto determinadas por la herencia como adquiridas en las luchas defensivas pierde mucho de su valor para nuestra investigación la distinción topográfica entre lo que es yo y lo que es ello. Si damos un paso más en nuestra experiencia analítica llegamos a resistencias de otro tipo, que ya no podemos localizar y que parecen depender de condiciones fundamentales del aparato psíquico. Encontramos personas, por ejemplo, a quienes nos sentiríamos inclinados a atribuir una especial «adhesividad de la libido». Los procesos que el tratamiento pone en marcha son mucho más lentos en ellas que en otras personas, porque al parecer no pueden acostumbrarse a separar las catexis libidinales (la concentración de deseos sobre algún objeto e idea; también la cantidad de deseos así concentrados) de un objeto para transferirlas a otro, aunque no podamos descubrir una especial razón para esta lealtad de las catexis. Encontramos también el tipo de persona opuesto, en el que la libido parece particularmente movilizable; entra fácilmente en las nuevas catexis sugeridas por el análisis, abandonando las antiguas. La diferencia entre los dos tipos es comparable a la que sentiría un escultor según trabajara en una piedra dura o en el blando yeso. Por desgracia, en este segundo tipo los resultados del análisis resultan ser con frecuencia muy poco duraderos; las nuevas catexis son pronto abandonadas.
En otro grupo de casos nos vemos un agotamiento de la plasticidad, de la capacidad de cambio y de desarrollo que ordinariamente esperaríamos, casi invariablemente observamos que el impulso no penetra en ellos sin una marcada vacilación («resistencia del ello»).
En otro grupo de casos las características distintivas del yo, que han de hacerse responsables como fuentes de la resistencia hacia el tratamiento psicoanalítico y como impedimentos para el éxito terapéutico, pueden surgir de raíces más profundas y diferentes. Aquí tratamos con las cosas últimas, de las que la investigación psicológica puede aprender algo: la conducta de los dos instintos primigenios, su distribución, su mezcla y su difusión -cosas de las que no se puede pensar que están confinadas a una simple provincia del aparato psíquico, el ello, el yo o el super-yo-. Durante el trabajo analítico no se obtiene otra impresión de la resistencia, sino la de que es una fuerza que se defiende con todos los medios posibles contra la curación y que se halla completamente resuelta a aferrarse a la enfermedad y al sufrimiento. Una parte de esta fuerza ha sido reconocida como el sentimiento de culpa y la necesidad de castigo y la hemos localizado en la relación del yo con el super-yo. Pero otras porciones de esta misma fuerza, ligadas o libres, pueden actuar en otros lugares no especificados. Por ejemplo, los fenómenos del masoquismo son inequívocas indicaciones de la presencia del instinto de muerte. Solamente por la acción mutuamente concurrente u opuesta de los dos instintos primigenios Eros y Thanatos, podemos explicar la rica multiplicidad de los fenómenos de la vida.
AI estudiar los fenómenos que testimonian de la actividad del instinto de destrucción no estamos confinados a hacer observaciones en un material patológico. Muchos hechos de la vida psíquica normal piden una explicación de esta clase, y cuanto más aguda se hace nuestra mirada, con mayor frecuencia los encontramos.
La tendencia a un conflicto es algo especial, algo sobreañadido a la situación, independientemente de la cantidad de libido. Una tendencia, que emerge independientemente, a presentar conflictos de esta clase no puede realmente atribuirse a nada, sino a la intervención de un elemento de agresividad libre.
Los dos principios fundamentales de Empédocles -jilia y neicoz- son en cuanto al hombre y a la función los mismos que nuestros dos instintos primigenios, el Eros y la tendencia a la destrucción, el primero de los cuales se dirige a combinar lo que existe en unidades cada vez mayores, mientras que el segundo aspira a disolver esas combinaciones y a destruir las estructuras a las que han dado lugar.
VII
En 1927 Ferenczi dice que «el análisis no es un proceso sin fin, sino que puede ser llevado a una natural terminación con suficiente habilidad y paciencia por parte del analista». Sin embargo, el trabajo en conjunto me parece contener una advertencia de no aspirar al acortamiento del psicoanálisis, sino a su profundización. Ferenczi señala que el éxito depende muy ampliamente de que el analista haya aprendido lo bastante de sus propios «errores y equivocaciones» y haya corregido los «puntos débiles de su personalidad». Entre los factores que influencian los progresos del tratamiento psicoanalítico y añaden dificultades del mismo modo que las resistencias, deben tenerse en cuenta no sólo la naturaleza del yo del paciente, sino la individualidad del psicoanalista.
No puede negarse que los psicoanalistas no han llegado invariablemente en su propia personalidad al nivel de normalidad psíquica hasta el cual desean educar a sus pacientes. Los psicoanalistas son personas que han aprendido a practicar un arte peculiar; además de esto, ha de permitírseles que sean seres humanos como los demás. Sin embargo, las condiciones especiales del trabajo psicoanalítico hacen que los propios defectos del analista interfieran en el correcto establecimiento por él del estado de cosas en su paciente y le impidan reaccionar de un modo eficaz. Por tanto, es razonable esperar de un psicoanalista -como parte de sus calificaciones- un grado considerable de normalidad y de salud mentales. Además, ha de poseer alguna clase de superioridad, de modo que en ciertas situaciones analíticas pueda actuar como modelo para su paciente y en otras como maestro. Y, finalmente, no debemos olvidar que la relación psicoanalítica está basada en un amor a la verdad -esto es, en el reconocimiento de la realidad- y que esto excluye cualquier clase de impostura o engaño.
Hagamos aquí una pausa por un momento para asegurar al psicoanalista que tiene nuestra sincera simpatía por las exigentes demandas que ha de satisfacer al realizar sus actividades. Evidentemente, no podemos pedir que el que quiera ser psicoanalista sea un ser perfecto antes de emprender el análisis. En un psicoanálisis didáctico empieza su preparación para sus futuras actividades. Por razones prácticas este análisis sólo puede ser breve e incompleto. Su objetivo principal es capacitar a su profesor para juzgar si el candidato puede ser aceptado para un enfrentamiento posterior. Habrá cumplido sus propósitos si proporciona al principiante una firme convicción de la existencia del inconsciente, si le capacita, cuando emerge material reprimido, para percibir en él mismo cosas que de otro modo le resultarían increíbles y si le muestra una primera visión de la técnica que ha demostrado ser la única eficaz en el trabajo analítico. Sólo esto no bastará para su instrucción; pero contamos con que los estímulos que ha recibido en su propio análisis no cesarán cuando termine y que los procesos de remodelamiento continuarán espontáneamente en el sujeto analizado.
Parece que cierto número de psicoanalistas aprenden a utilizar mecanismos defensivos que les permiten desviar de sí mismos las implicaciones y exigencias del análisis (probablemente dirigiéndolas hacia otras personas), de modo que ellos siguen siendo como son y pueden sustraerse a la influencia crítica y correctiva del psicoanálisis. No sería sorprendente que el efecto de una preocupación constante con todo el material reprimido que lucha por su libertad en la mente humana comenzara a rebullir en el psicoanalista lo mismo que las exigencias instintivas, que de otro modo es capaz de mantener reprimidas. Todo analista debería periódicamente -a intervalos de unos cinco años- someterse a un nuevo análisis sin sentirse avergonzado de dar este paso. Esto significaría entonces que no sólo el análisis terapéutico de los pacientes, sino su propio psicoanálisis, se transformarían desde una tarea terminable en una tarea interminable.
No quiero decir que el análisis sea algo que nunca termina. Todo psicoanalista experimentado recordará un cierto número de casos en los que se ha dado a su paciente una despedida definitiva. En los casos de análisis de carácter no es fácil prever una terminación natural, aun cuando se eviten exageradas expectaciones y no se plantee al psicoanálisis una tarea excesiva. Nuestra aspiración en tal caso es lograr las condiciones psicológicas mejores posibles para las funciones del yo.
VIII
Tanto en el psicoanálisis terapéutico como en el del carácter percibimos que dos temas se presentan con especial preeminencia y proporcionan al analista una cantidad desmedida de trabajo. Uno es característico de los varones; el otro, de las mujeres. A pesar de las diferencias de su contenido, existe una clara correspondencia entre ellos.
Los dos temas son: en la mujer, la envidia del pene, y en el varón, la lucha contra su actitud pasiva o femenina frente a otro varón. Lo común a los dos temas es la actitud hacia el complejo de castración.
Al intentar introducir este factor en la estructura de nuestra teoría no debemos pasar por alto el hecho de que, por su misma naturaleza, no puede ocupar la misma posición en los dos sexos. En los varones la aspiración a la masculinidad es, desde el principio, sintónica con el yo; la actitud pasiva, puesto que presupone una aceptación de la castración, se halla reprimida enérgicamente y con frecuencia su presencia sólo se revela por hipercompensaciones excesivas. En las hembras también la aspiración a la masculinidad resulta sintónica con el yo en la fase fálica, antes que haya empezado la evolución de la femineidad-. Pero entonces sucumbe a los tempestuosos procesos de la represión, cuyo éxito determina el logro de la femineidad de una mujer. Normalmente grandes porciones del complejo son transformadas y contribuyen a la formación de su femineidad: el deseo apaciguado de un pene está destinado a convertirse en el deseo de un bebé y de un marido que posee un pene. Es extraño, sin embargo, cuán a menudo encontramos que el deseo de masculinidad ha sido retenido en el inconsciente y a partir de su estado de represión ejerce un influjo perturbador.
Como se ve por lo que he dicho, en ambos casos es la actitud apropiada para el sexo opuesto la que ha sucumbido a la represión.
Ferenczi consideraba como un requisito para todo psicoanálisis realizado con éxito que esos dos complejos hubieran sido dominados.
Me gustaría añadir que, según mi propia experiencia, pienso que al pedir esto pedía demasiado. En ningún momento del trabajo psicoanalítico se sufre más de un sentimiento opresivo de que los repetidos esfuerzos han sido vanos y se sospecha que se ha estado «predicando en el desierto» que cuando se intenta persuadir a una mujer de que abandone su deseo de un pene porque es irrealizable, o cuando se quiere convencer a un hombre de que una actitud pasiva hacia los varones no siempre significa la castración y es indispensable en muchas relaciones de la vida. La rebelde hipercompensación del varón produce una de las más intensas resistencias a la transferencia. Se niega a sujetarse a un padre-sustituto o a sentirse en deuda con él por cualquier cosa y, por consiguiente, se niega a aceptar su curación por el médico. Del deseo de un pene por parte de la mujer no puede provocarse una transferencia análoga, pero es en ella la fuente de graves episodios de depresión debidos a una convicción interna de que el análisis de nada servirá y que nada puede hacerse para ayudarla. Y hemos de aceptar que está en lo cierto cuando sabemos que su más fuerte motivo para el tratamiento era la esperanza de que, después de todo, todavía podría obtener un órgano masculino, cuya ausencia era tan penosa para ella.
Pero también aprendemos de esto que no es importante la forma en que aparece la resistencia, sea como una transferencia o no. La cosa decisiva sigue siendo que la resistencia evita que aparezca cualquier cambio, que todo continúa como antes estaba. Con frecuencia tenemos la impresión de que con el deseo de un pene y la protesta masculina hemos penetrado a través de todos los estratos psicológicos y nuestras actividades han llegado a su fin. Esto es probablemente verdad, puesto que para el campo psíquico el territorio biológico desempeña en realidad la parte de la roca viva subyacente. La repudiación de la femineidad puede no ser otra cosa que un hecho biológico, una parte del gran enigma de la sexualidad. Sería difícil decir si y cuándo hemos logrado domeñar este factor en un tratamiento psicoanalítico. Sólo podemos consolarnos con la certidumbre de que hemos dado a la persona analizada todos los alientos necesarios para reexaminar y modificar su actitud hacia él.
"Angustia y vida pulsional"; Freud (resumen)
La angustia era un estado afectivo, o sea, una reunión de determinadas sensaciones de la serie placer-displacer con las correspondientes inervaciones de descarga y su percepción, pero, probablemente, el precipitado de cierto evento significativo, incorporado por vía hereditaria, y entonces comparable al ataque histérico adquirido por el individuo.
El proceso del nacimiento como el evento que deja tras sí esa huella afectiva; en él, los cambios en la actividad del corazón y la respiración, característicos del estado de angustia, fueron acordes con el fin. Por tanto, la primera angustia habría sido una angustia tóxica.
Distingo entre la Angustia Realista y la Angustia Neurótica. Angustia realista: es una reacción que nos parece lógica frente al peligro, a un daño esperado de afuera. En un análisis de la angustia realista, la redujimos a un estado de atención sensorial incrementada y tensión motriz, que llamamos apronte angustiado. A partir de ese estado se desarrolla la reacción de angustia. Serían posibles dos desenlaces en él. O bien el desarrollo de angustia, la repetición de la antigua vivencia traumática, se limita a una señal, y entonces la restante reacción puede adaptarse a la nueva situación de peligro, desembocar en la huida o en acciones destinadas a ponerse a salvo, o bien lo antiguo prevalece, toda la reacción se agota en el desarrollo de angustia, y entonces el estado afectivo resultará paralizante y desacorde con el fin para el presente.
Angustia Neurótica: es enteramente enigmática, como carente de fin.
La observábamos bajo tres clases de constelaciones. En 1º término) como un estado de angustia libremente flotante, general, pronto a enlazarse de manera pasajera con cada nueva posibilidad que emerja; es la llamada «angustia expectante», como en la neurosis típica de angustia. En 2º término) ligada de manera firme a determinados contenidos de representación en las llamadas fobias, en las que todavía podemos discernir un vínculo con un peligro externo, pero la angustia frente a él no puede menos que parecernos desmedida. En 3º término), la angustia en la histeria y otras formas de neurosis grave, que acompaña a síntomas o bien emerge de manera independiente como ataque o como estado de prolongada permanencia, pero siempre sin que se le descubra fundamento alguno en un peligro exterior. Entonces nos planteamos estas dos preguntas: ¿De qué se tiene miedo en la angustia neurótica? ¿Cómo se compadece esta con la angustia realista ante peligros externos?
La causa más común de la neurosis de angustia es la excitación frustránea. Se provoca una excitación libidinosa, pero no se satisface, no se aplica; entonces, en reemplazo de esta libido desviada de su aplicación emerge el estado de angustia. Hasta me creí autorizado a decir que esta libido insatisfecha se mudaba directamente en angustia. Esta concepción halló un apoyo en ciertas fobias enteramente regulares de los niños pequeños. Muchas de esas fobias nos resultan por completo enigmáticas, pero otras, como la angustia a la soledad y a personas ajenas, admiten una explicación cierta. La soledad, así como el rostro ajeno, despiertan la añoranza de la madre familiar; el niño no puede gobernar esta excitación libidinosa, no puede mantenerla en suspenso, la muda en angustia. Por tanto, esta angustia infantil no debe imputarse a la angustia realista, sino a la neurótica. Las fobias infantiles y la expectativa angustiada de la neurosis de angustia nos proporcionan dos ejemplos de uno de los modos en que se genera angustia neurótica: por trasmudación directa de la libido. Enseguida tomaremos conocimiento de un segundo mecanismo; se demostrará que no difiere mucho del primero.
De la angustia en la histeria y otras neurosis hacemos responsable, al proceso de la represión. Es la representación la que experimenta la represión y llegado el caso es desfigurada hasta que se vuelve irreconocible; pero su monto de afecto es mudado comúnmente en angustia y, por cierto, sin que importe su naturaleza ni que se trate de agresión o de amor.
Nos llamó la atención un vínculo significativo entre desarrollo de angustia y formación de síntoma, a saber, que ambos se subrogan y relevan entre sí. El agorafóbico, por ejemplo, inicia su historia patológica con un ataque de angustia en la calle. Este se repetiría toda vez que anduviera de nuevo por la calle. Ahora crea el síntoma de la angustia a andar por la calle, que también podría llamarse una inhibición, una limitación funcional del yo, y por esa vía se ahorra el ataque de angustia. Lo inverso se ve si uno se inmiscuye en la formación de síntoma, como es posible, por ejemplo, en las acciones obsesivas. Si se impide al enfermo realizar su ceremonial de lavado, cae en un estado de angustia difícil de soportar, del cual, evidentemente, su síntoma lo protegía. Y por cierto parece que el desarrollo de angustia fuera lo primero, y la formación de síntoma lo posterior, como si los síntomas fueran creados para evitar el estallido del estado de angustia. Con esto armoniza también el que las primeras neurosis de la infancia sean fobias, estados en que se discierne con mucha nitidez el modo en que un desarrollo inicial de angustia es relevado por la posterior formación de síntoma: se tiene la impresión de que a partir de estos vínculos se hallará el mejor acceso a la comprensión de la angustia neurótica. Y al mismo tiempo hemos logrado responder la pregunta por aquello a lo cual se tiene miedo en la angustia neurótica, y establecer así la conexión entre angustia realista y neurótica. Aquello a lo cual se tiene miedo es, evidentemente, la propia libido. La diferencia con la situación de la angustia realista reside en dos puntos: que el peligro es interno en vez de externo, y que no se discierne concientemente.
En las fobias se puede discernir el modo en que este peligro interior se traspone en uno exterior, o sea una angustia neurótica se muda en aparente angustia realista. Para simplificar un estado de cosas a menudo muy complejo, supongamos que el agorafóbico por lo general temía las mociones de tentación que le despertaban los encuentros por la calle. En su fobia sobreviene un desplazamiento, y ahora se angustia frente a una situación externa. Es manifiesto que gana con ello, pues cree poder protegerse mejor así. De un peligro externo uno puede salvarse mediante la huida, pero es difícil empresa el intento de huir de un peligro interno.
La angustia es como estado afectivo la reproducción de un antiguo evento peligroso; la angustia está al servicio de la autoconservación y es una señal de un nuevo peligro; se genera a partir de una libido que de algún modo se ha vuelto inaplicable; lo hace también a raíz del proceso de la represión; la formación de síntoma la releva, la liga psíquicamente, por así decir; se siente que aquí falta algo que unifique los fragmentos.
Esa descomposición de la personalidad anímica en un superyó, un yo y un ello, que les expuse en la conferencia anterior, nos obligó a adoptar también otra orientación en el problema de la angustia. Con la tesis de que el yo es el único almácigo de la angustia, sólo él puede producirla y sentirla, nos hemos situado en una nueva y sólida posición. Y de hecho no sabríamos qué sentido tendría hablar de una «angustia del ello» o adscribir al superyó la facultad del estado de angustia. Las tres principales variedades de angustia -.la realista, la neurótica y la de la conciencia moral- puedan ser referidas tan espontáneamente a los tres vasallajes del yo: respecto del mundo exterior, del ello y del superyó. Con esta nueva concepción ha pasado también al primer plano la función de la angustia como señal para indicar una situación de peligro.
Indagando recientemente el modo en que se genera la angustia en ciertas fobias que incluimos en la histeria de angustia, y escogimos casos en que se trataba de la represión típica de las mociones de deseo provenientes del complejo de Edipo.
El peligro real que el niño teme como consecuencia de su enamoramiento de la madre: es el castigo de la castración, la pérdida de su miembro. Desde luego, objetarán ustedes, ese no es un peligro objetivo. A nuestros varoncitos no se los castra por más que se enamoren de la madre en la fase del complejo de Edipo. Pero no es cosa tan fácil de despachar. Ante todo, no interesa que la castración se ejecute de hecho; lo decisivo es que el peligro amenace de afuera y el niño crea en él. En su fase fálica, en la época de su onanismo, muchas veces se lo amenaza con cortarle el miembro. Conjeturamos que en las épocas primordiales de la familia humana la castración era consumada de hecho por el padre celoso y cruel sobre sus hijos varones crecidos, y la circuncisión en primitivos, como componente del ritual de virilidad podría ser un resto bien reconocible de ellos. Nos vemos precisados a establecer que la angustia frente a la castración es uno de los motores más frecuentes e intensos de la represión y, con ello, de la formación de neurosis.
La angustia de castración no es el único motivo de la represión; ya no tiene lugar en las mujeres, que poseen un complejo de castración, pero no pueden tener angustia ninguna de castración. En su reemplazo aparece la angustia a la pérdida de amor, que es como una continuación de la angustia del lactante cuando echa de menos a la madre. Situación de peligro objetivo indicada por esa angustia: Si la madre está ausente o ha sustraído su amor al hijo, la satisfacción de las necesidades de este ya no es segura, y posiblemente queda expuesto a los más penosos sentimientos de tensión. No rechacen la idea de que estas condiciones de angustia repiten en el fondo la situación de la originaria angustia de nacimiento, que también implicó una separación de la madre. Y aun si siguen una argumentación de Ferenczi [1925], pueden incluir también la angustia de castración en esta serie, pues la pérdida del miembro viril tiene por consecuencia la imposibilidad de una reunificación con la madre o con su sustituto en el acto sexual. La tan frecuente fantasía de regreso al seno materno es el sustituto de ese deseo de coito. Sólo quiero hacerles notar el modo en que aquí las averiguaciones psicológicas avanzan hasta chocar con hechos biológicos.
Rank hizo contribuciones al Psicoanálisis: la vivencia de angustia del nacimiento es el arquetipo de todas las situaciones posteriores de peligro… En verdad a cada edad del desarrollo le corresponde una determinada condición de angustia, y por tanto una situación de peligro, como la adecuada a ella. El peligro del desvalimiento psíquico conviene al estadio de la temprana inmadurez del yo; el peligro de la pérdida de objeto (de amor), a la heteronomía de la primera infancia; el peligro de la castración, a la fase fálica; y, por último, la angustia ante el superyó, angustia que cobra una posición particular, al período de latencia. A medida que avanza el desarrollo, las antiguas condiciones de angustia tienen que ser abandonadas, pues las situaciones de peligro que les corresponden han sido desvalorizadas por el fortalecimiento del yo. Pero esto ocurre de manera muy incompleta. Son muchos los seres humanos que no pueden superar la angustia ante la pérdida de amor, nunca logran suficiente independencia del amor de otros y en este punto continúan su conducta infantil. La angustia ante el superyó no está destinada a extinguirse, pues es indispensable en las relaciones sociales como angustia de la conciencia moral, y el individuo sólo en rarísimos casos puede independizarse de la comunidad humana. Por lo demás, algunas de las antiguas situaciones de peligro se las arreglan para pervivir en épocas posteriores modificando oportunamente sus condiciones de angustia. Por ejemplo, el peligro de la castración se conserva bajo la máscara de la fobia a la sífilis. De adulto uno sabe sin duda que la castración ya no se practica como castigo por entregarse a concupiscencias sexuales, pero en cambio se ha experimentado que tal libertad pulsional está amenazada con graves enfermedades. Las personas neuróticas permanecen infantiles en su conducta hacia el peligro y no han superado condiciones de angustia anticuadas. Lo admitimos como una contribución fáctica a la caracterización de los neuróticos; no resulta tan fácil decir por qué ello es así.
Vínculos entre Angustia y Represión: la angustia crea a la represión, y no a la inversa, como pensábamos; y [la segunda], que una situación pulsional temida se remonta, en el fondo, a una situación de peligro exterior. ¿Cómo nos representamos ahora el proceso de una represión bajo el influjo de la angustia? El yo nota que la satisfacción de una exigencia pulsional convocaría una de las bien recordadas situaciones de peligro. Por tanto, esa investidura pulsional debe ser sofocada de algún modo, cancelada.. Sabemos que el yo desempeña esa tarea cuando es fuerte e incluye en su organización la respectiva moción pulsional. Ahora bien, el caso de la represión es aquel en que la moción pulsional sigue siendo nativa del ello y el yo se siente endeble. Entonces el yo recurre a una técnica que en el fondo es idéntica a la del pensar normal. El pensar es un obrar tentativo con pequeños volúmenes de investidura, semejante a los desplazamientos de pequeñas figuras sobre el mapa, anteriores a que el general ponga en movimiento sus masas de tropa. El yo anticipa así la satisfacción de la moción pulsional dudosa y le permite reproducir las sensaciones de displacer que corresponden al inicio de la situación de peligro temida. Así se pone en juego el automatismo del principio de placer-displacer, que ahora lleva a cabo la represión de la moción pulsional peligrosa.
Tenemos que distinguir lo que a raíz de esta represión sucede en el yo y lo que sucede en el ello. Acabamos de decir lo que hace el yo. Dirige una investidura tentativa y suscita el automatismo placer-displacer mediante la señal de angustia. Entonces son posibles diversas reacciones o una mezcla de ellas en montos variables. O bien el ataque de angustia se desarrolla plenamente y el yo se retira por completo de la excitación chocante, o bien, en lugar de salirle al encuentro con una investidura tentativa, el yo lo hace con una contrainvestidura, y esta se conjuga con la energía de la moción reprimida para la formación de síntoma o es acogida en el interior del yo como formación reactiva, como refuerzo de determinadas disposiciones, como alteración permanente. Mientras más pueda limitarse el desarrollo de angustia a una mera señal, tanto más recurrirá el yo a las acciones de defensa equivalentes a una ligazón psíquica de lo reprimido, y tanto más se aproximará el proceso a un procesamiento normal, desde luego que sin alcanzarlo.
El carácter es atribuible por entero al yo. Lo que crea a ese carácter: la incorporación de la anterior instancia parental en calidad de superyó, sin duda el fragmento más importante y decisivo; luego, las identificaciones con ambos progenitores de la época posterior, y con otras personas influyentes, al igual que similares identificaciones como precipitados de vínculos de objeto resignados. Agreguemos ahora, como un complemento que nunca falta a la formación del carácter, las formaciones reactivas que el yo adquiere primero en sus represiones y, más tarde, con medios más normales, a raíz de los rechazos de mociones pulsionales indeseadas.
Ahora retrocedamos y volvámonos al ello. No es tan fácil ya colegir lo que a raíz de la represión le ha pasado a la moción pulsional combatida. Recuerdan que antes suponíamos que justamente ella era mudada en angustia por la represión. Ya no nos atrevemos a sostenerlo; la respuesta será: es probable que su destino no sea el mismo en todos los casos. Es probable que exista una correspondencia íntima entre el proceso que ocurre en cada caso dentro del yo y el que le sobreviene en el ello a la moción reprimida. En efecto, desde que hemos hecho intervenir en la represión al principio de placer-displacer, puesto en movimiento por la señal de angustia, estamos autorizados a modificar nuestras expectativas. Este principio rige de manera irrestricta los procesos en el interior del ello. Podemos concederle que provoca alteraciones muy profundas en la moción pulsional en cuestión. En muchos casos quizá la moción pulsional reprimida retenga su investidura libidinal, persista inmutada en el ello, si bien bajo la presión permanente del yo. Otras veces parece sobrevenirle una destrucción completa, tras la cual su libido es conducida de manera definitiva por otras vías. Sostuve que eso ocurría en la tramitación normal del complejo de Edipo, el cual, entonces, en ese caso deseable no es simplemente reprimido, sino destruido dentro del ello. Además, la experiencia clínica nos ha enseñado que en muchos casos se produce, en vez del habitual resultado de la represión, una degradación libidinal, una regresión de la organización libidinal a un estadio anterior. Esto sólo puede ocurrir dentro del ello, y cuando acontece es bajo el influjo del mismo conflicto que fue iniciado por la señal de angustia. La neurosis obsesiva, en que cooperan regresión libidinal y represión, proporciona el ejemplo más llamativo de esta clase.
El estudio de la angustia nos mueve a agregar otro rasgo a nuestra pintura del yo. Hemos dicho que el yo es endeble frente al ello, es su fiel servidor, se empeña en llevar a cabo sus órdenes, en cumplir sus reclamos. No nos retractaremos de ese enunciado. No obstante, por el otro lado, ese yo es la parte del ello mejor organizada, orientada hacia la realidad. No debemos exagerar demasiado la separación entre ambos, ni sorprendernos de que el yo consiga a su vez influir sobre los procesos del ello. El yo ejerce ese influjo cuando por medio de la señal de angustia pone en actividad al casi omnipotente principio de placer displacer. Inmediatamente vuelve a mostrar su endeblez, pues mediante el acto de la represión renuncia a un fragmento de su organización, se ve precisado a consentir que la moción pulsional reprimida permanezca sustraída a su influjo de manera duradera.
La angustia neurótica se ha mudado bajo nuestras manos en angustia realista, en angustia ante determinadas situaciones externas de peligro. Pero tenemos que dar otro paso, que será un paso atrás. ¿Qué es en verdad lo peligroso, lo temido en una de tales situaciones de peligro? No es el daño de la persona que podría juzgarse objetivo, sino lo que él ocasione en la vida anímica. Por ejemplo, el nacimiento, nuestro arquetipo del estado de angustia, difícilmente pueda ser considerado en sí como un daño, aunque tal vez conlleve tal peligro. Lo esencial en el nacimiento, como en cualquier otra situación de peligro, es que provoque en el vivenciar anímico un estado de excitación de elevada tensión que sea sentido como displacer y del cual uno no pueda enseñorearse por vía de descarga. Llamemos factor traumático a un estado así, en que fracasan los empeños del principio de placer; entonces, a través de la serie angustia neurótica-angustia realista-situación de peligro llegamos a este enunciado simple: lo temido, el asunto de la angustia, es en cada caso la emergencia de un factor traumático que no pueda ser tramitado según la norma del principio de placer. El hecho de estar dotados del principio de placer no nos pone a salvo de daños objetivos, sino sólo de un daño determinado a nuestra economía psíquica. Del principio de placer a la pulsión de autoconservación hay un gran trecho, falta mucho para que ambos propósitos se superpongan desde el punto de partida.
Sólo la magnitud de la suma de excitación convierte a una impresión en factor traumático, paraliza la operación del principio de placer, confiere su significatividad a la situación de peligro. Sólo las represiones más tardías muestran el mecanismo que hemos descrito, en que la angustia es despertada como señal de una situación anterior de peligro; las primeras y originarias nacen directamente a raíz del encuentro del yo con una exigencia libidinal hipertrófica proveniente de factores traumáticos; ellas crean su angustia como algo nuevo, es verdad que según el arquetipo del nacimiento. Acaso lo mismo valga para el desarrollo de angustia que en la neurosis de angustia se produce por daño somático de la función sexual. Ya no afirmaremos que sea la libido misma la que se muda entonces en angustia. Pero no veo objeción alguna a un origen doble de la angustia: en un caso como consecuencia directa del factor traumático, y en el otro como señal de que amenaza la repetición de un factor así.
Hoy tengo aún el propósito de conducirlos al campo de la teoría de la libido o doctrina de las pulsiones, donde también han surgido muchas cosas nuevas.
La doctrina de las pulsiones es nuestra mitología, por así decir. Las pulsiones son seres míticos, grandiosos en su indeterminación. Desde siempre tuvimos la vislumbre de que tras esas múltiples y pequeñas pulsiones se ocultaba algo serio y poderoso. Distinguíamos al comienzo dos pulsiones principales, según las dos grandes necesidades: hambre y amor. Por más celo que pongamos en defender la independencia de la psicología frente a cualquier otra ciencia, aquí se está a la zaga del inconmovible hecho biológico de que el individuo vivo sirve a dos propósitos: su propia conservación y la de la especie. Como subrogadoras de esta concepción, se introdujeron en el psicoanálisis las «pulsiones yoicas» y las «pulsiones sexuales». Entre las primeras incluimos todo lo que tiene que ver con la conservación, la afirmación, el engrandecimiento de la persona. A las segundas debimos conferirles la riqueza que exigían la vida sexual infantil y la perversa. Puesto que a raíz de la indagación de las neurosis llegamos a conocer al yo como el poder limitante, represor, y a las aspiraciones sexuales como lo limitado, reprimido, creímos tocar con la mano no sólo la diversidad, sino el conflicto entre ambos grupos de pulsiones. Asunto de nuestro estudio fueron primero sólo las pulsiones sexuales, cuya energía denominamos «libido». En torno de ellas intentamos aclarar nuestras representaciones sobre lo que era una pulsión y lo que podíamos atribuirle. Este es el lugar de la teoría de la libido.
Una pulsión se distingue de un estímulo, pues, en que proviene de fuentes de estímulo situadas en el interior del cuerpo, actúa como una fuerza constante y la persona no puede sustraérsele mediante la huida, como es posible en el caso del estímulo externo. En la pulsión pueden distinguirse fuente, objeto y meta. La fuente es un estado de excitación en lo corporal; la meta, la cancelación de esa excitación, y en el camino que va de la fuente a la meta la pulsión adquiere eficacia psíquica. La representamos como cierto monto de energía que esfuerza en determinada dirección. De este esforzar recibe su nombre: pulsión. Se habla de pulsiones activas y pasivas; más correctamente debería decirse: metas pulsionales activas y pasivas; también para alcanzar una meta pasiva se requiere un gasto de actividad. La meta puede alcanzarse en el cuerpo propio, pero por regla general se interpone un objeto exterior en que la pulsión logra su meta externa; su meta interna sigue siendo en todos los casos la alteración del cuerpo sentida como satisfacción. No hemos podido aclararnos si la pertenencia a la fuente somática presta a la pulsión una especificidad, ni cuál sería esta. Que mociones pulsionales de una fuente pueden acoplarse a las de otra y compartir su ulterior destino; que en general una satisfacción pulsional puede ser sustituida por otra: he ahí hechos indudables según el testimonio de la experiencia analítica. Pero confesemos que no los comprendemos muy bien. También el vínculo de la pulsión con la meta y el objeto admite variaciones: aquella y este pueden permutarse por otros, siendo empero el vínculo con el objeto el más fácil de aflojar. Distinguimos con el nombre de sublimación cierta clase de modificación de la meta y cambio de vía del objeto en la que interviene nuestra valoración social. Además, tenemos razones para distinguir pulsiones de meta inhibida, a saber, mociones pulsionales de fuentes notorias y con meta inequívoca, pero que se detienen en el camino hacia la satisfacción, de suerte que sobrevienen una duradera investidura de objeto y una aspiración continua. De esta clase es, por ejemplo, el vínculo de la ternura, que indudablemente proviene de las fuentes de la necesidad sexual y por regla general renuncia a su satisfacción.
Las pulsiones sexuales: plasticidad, la capacidad de cambiar de vía sus metas; por la facilidad con que admiten subrogaciones, dejándose sustituir una satisfacción pulsional por otra, y por su posible diferimiento, de lo cual las pulsiones de meta inhibida acaban de darnos un buen ejemplo. Tenderíamos a negar estas propiedades a las pulsiones de autoconservación, y a enunciar acerca de ellas que son inflexibles, no admiten diferimiento, son imperativas de manera muy diversa y tienen una relación enteramente distinta tanto con la represión como con la angustia. Sólo que la reflexión más inmediata nos dice que esa posición excepcional no conviene a todas las pulsiones yoicas, sino únicamente al hambre y la sed, y es evidente que ello tiene su base en una particularidad de las fuentes pulsionales. Buena parte del carácter confuso con que se nos presenta todo este cuadro proviene, además, de que no hemos considerado por separado las alteraciones que las mociones pulsionales, originariamente nativas del ello, acaso experimentan bajo el influjo del yo organizado.
Nos movemos sobre terreno más firme cuando pasamos a indagar el modo en que la vida pulsional sirve a la función sexual. No es, pues, que se discierna una pulsión sexual que desde el comienzo mismo haga de portadora de la aspiración a la meta de la función sexual, la unión de las dos células genésicas. Antes bien, vemos un gran número de pulsiones parciales, provenientes de diversas partes y regiones del cuerpo, que con bastante independencia recíproca pugnan por alcanzar una satisfacción y la hallan en algo que podemos llamar placer de órgano. Entre estas zonas erógenas, los genitales son la más tardía, y ya no rehusaremos a su placer de órgano el nombre de placer sexual. No todas estas mociones que pugnan por alcanzar placer serán acogidas en la organización definitiva de la función sexual. Muchas de ellas serán dejadas de lado por inutilizables, sea mediante represión u otra vía; algunas serán desviadas de su meta en la notable forma ya citada, y aplicadas como refuerzo de otras mociones; otras, aún, se conservan en papeles accesorios, sirven para la ejecución de actos introductorios, para la producción de un placer previo. En esta larga trayectoria de desarrollo pueden discernirse varias fases de una organización provisional, y a partir de esta historia de la función sexual se explican sus aberraciones y mutilaciones. Llamamos oral a la primera de estas fases pregenitales porque, en correspondencia con el modo en que el lactante es alimentado, la zona erógena de la boca domina también lo que es lícito llamar la actividad sexual de este período de la vida. En un segundo estadio esfuerzan hacia adelante los impulsos sádicos y los anales, por cierto que en conexión con la salida de los dientes, el fortalecimiento de la musculatura y el gobierno sobre las funciones esfinterianas. En tercer lugar aparece la fase fálica, en que en ambos sexos el miembro viril y su correspondiente en la niña adquieren una significación que ya no puede pasarse por alto. La fase genital: para la organización sexual definitiva que se establece tras la pubertad y en la cual los genitales femeninos hallan por primera vez el reconocimiento que los masculinos habían conseguido mucho antes.
Podemos gloriarnos de haber averiguado muchas cosas nuevas justamente sobre las organizaciones tempranas de la libido, y de haber aprehendido con mayor claridad lo antiguo; les daré al menos algunas muestras de ello. Abraham probó en 1924 que en la fase sádico-anal pueden distinguirse dos estadios. De ellos, en el anterior reinan las tendencias destructivas de aniquilar y perder, y en el posterior, las de guardar y poseer, amistosas hacia los objetos. Por tanto, es en mitad de esta fase cuando emerge por primera vez el miramiento hacia el objeto como precursor de una posterior investidura de amor. Igualmente justificado es suponer una partición semejante también para la primera fase, la oral. En el primer subestadio se trata sólo de la incorporación oral y falta aún toda ambivalencia en el vínculo con el objeto del pecho materno. El segundo estadio, singularizado por la emergencia de la actividad de morder, puede ser designado como oral-sádico; muestra por primera vez los fenómenos de la ambivalencia que adquirirán tanta nitidez en la fase siguiente, la sádico-anal. El valor de estos nuevos distingos se evidencia en particular cuando en determinadas neurosis -neurosis obsesiva, melancolía- uno busca los lugares de predisposición dentro del desarrollo libidinal. Traigan ustedes a su memoria lo que tenemos averiguado acerca del nexo entre fijación libidinal, predisposición y regresión.
Nuestra actitud hacia las fases de la organización libidinal se ha desplazado un poco. Si antes insistíamos sobre todo en la manera en que cada una de ellas se disipaba ante la que le seguía, ahora nuestra atención se ciñe a los hechos que nos muestran cuánto de aquella fase anterior se ha conservado junto a las configuraciones posteriores y tras ellas, y se ha procurado una subrogación duradera en la economía libidinal y en el carácter de la persona. Todavía más significativos son ciertos estudios que nos han enseñado que muy a menudo ocurren, bajo condiciones patológicas, regresiones a fases anteriores, y que determinadas regresiones son características de determinadas formas de enfermedad. Pero no puedo tratar esto aquí; pertenece a una psicología especial de las neurosis.
Trasposiciones pulsionales y procesos parecidos hemos podido estudiar, en particular, en el erotismo anal, las excitaciones que provienen de las fuentes de la zona erógena anal; nos sorprendió la multiplicidad de empleos a que son aplicadas estas mociones pulsionales. Acaso no resulte fácil emanciparse del menosprecio que en el curso del desarrollo ha afectado justamente a estas zonas. Dejemos por eso que Abraham [19241 nos explique que el ano corresponde embriológicamente a la boca primordial que ha migrado hacia abajo, hasta la extremidad del intestino. Luego nos enteramos de que con la desvalorización de la propia caca, de los excrementos, este interés pulsional de fuente anal traspasa hacia objetos que pueden darse como regalo. Y con derecho, pues la caca fue el primer regalo que el lactante pudo hacer, del que se desprendió por amor a su cuidadora. Luego, de manera por entero análoga al cambio de vía del significado en el desarrollo del lenguaje, ese antiguo interés por la caca se traspone en el aprecio por el oro y el dinero, pero también hace su contribución a la investidura afectiva del hijo y del pene. Según la convicción de todos los niños, que por largo tiempo se atienen a la teoría de la cloaca, el hijo nace como un fragmento de caca del intestino; la defecación es el arquetipo del acto del nacimiento. Pero también el pene tiene su precursor en la columna de heces que llena y estimula la mucosa del tubo intestinal. Cuando el niño, bien a regañadientes, toma noticia de que existen seres humanos que no poseen ese miembro, el pene le aparece como algo separable del cuerpo y lo sitúa en inequívoca analogía con el excremento, que sin duda fue el primer fragmento de corporeidad al que se debió renunciar. Así, una gran cuota de erotismo anal es trasportada a investidura del pene, pero el interés por esta parte del cuerpo tiene, además de esta raíz de erotismo anal, una raíz oral acaso todavía más poderosa, pues tras la suspensión del lactar el pene hereda también algo del pezón del órgano materno.
Es imposible orientarse en las fantasías -las ocurrencias influidas por lo inconciente- y en el lenguaje sintomático del ser humano sí no se conocen estos profundos nexos. Caca-dinero-regalo-hijo-pene son tratados aquí como equivalentes y aun subrogados mediante símbolos comunes. Quizá pueda agregar todavía, de pasada, que también el interés por la vagina, que despierta más tarde, es de origen anal-erótico. No es asombroso, pues la vagina misma, según una feliz expresión de Lou Andreas-Salomé [1916], ha «tomado terreno en arriendo» al ano; en la vida de los homosexuales, que no han recorrido cierto trecho del desarrollo sexual, es vuelta a subrogar por aquel. En el soñar se escenifica con frecuencia una localidad que antes era un espacio único y ahora es dividida en dos por una pared, o también a la inversa. Lo mentado con ello es siempre la relación de la vagina con el intestino. Podemos estudiar muy bien en la niña cómo normalmente el deseo de poseer un pene, enteramente afemenino, se trasmuda en el deseo de tener un hijo, y luego en el de tener un varón como portador del pene y dador del hijo, de suerte que también aquí se vuelve visible el modo en que un fragmento de un interés anal-erótico en su origen se forja un sitio en la posterior organización genital.
En el curso de esos estudios sobre las fases pregenitales de la libido hemos obtenido también algunas nuevas intelecciones sobre la formación del carácter. Nos llamó la atención un conjunto de propiedades que aparecen reunidas con bastante regularidad: orden, ahorratividad y terquedad; y a partir del análisis de esas personas descubrimos que esas propiedades provienen del consumo y del empleo diverso de su erotismo anal. Hablamos entonces de un carácter anal toda vez que hallamos esa llamativa reunión, y ponemos el carácter anal en una cierta oposición con el erotismo anal no elaborado hasta su acabamiento. Un vínculo semejante, hallamos entre la ambición y el erotismo uretral. Extraemos una notable alusión a ese nexo de la leyenda según la cual Alejandro Magno nació la misma noche en que un cierto Herostrato, por el solo afán de hacerse famoso, prendió fuego al admiradísimo templo de Artemisa en Efeso. Es como si los antiguos no hubieran desconocido la existencia de ese nexo. Ya saben ustedes cuánto tiene que ver el orinar con el fuego y su extinción. Desde luego, esperamos que también otras propiedades de carácter sobrevengan de manera semejante como precipitados o formaciones reactivas de determinadas formaciones libidinosas pregenitales, mas todavía no podemos demostrarlo.
Pero ya es tiempo de que vuelva atrás y retome los problemas más generales de la vida pulsional. Nuestra teoría de la libido tuvo por base, al comienzo, la oposición entre pulsiones yoicas y pulsiones sexuales. Cuando más tarde empezamos a estudiar mejor al yo como tal, y asimos el punto de vista del narcisismo, ese distingo perdió el suelo en que se asentaba. En casos raros puede discernirse que el yo se toma a sí mismo por objeto, se comporta como si estuviera enamorado de sí mismo. De ahí el narcisismo, extraído de la leyenda griega. Se llega a comprender que el yo es siempre el principal reservorio de la libido; de él parten las investiduras libidinosas de los objetos, y a él regresan, mientras la parte mayor de esa libido permanece de manera continua dentro del yo. Sin cesar se trasmuda libido yoica en libido de objeto, y libido de objeto en libido yoica. Pero entonces ellas no pueden ser de diferente naturaleza, no tiene ningún sentido separar la energía de una y otra, y es posible abandonar la designación «libido» o usarla como equivalente de energía psíquica en general.
Suponemos que existen dos clases de pulsiones de diferente naturaleza: las pulsiones sexuales entendidas en el sentido más lato -el Eros, si prefieren esta denominación- y las pulsiones de agresión, cuya meta es la destrucción. Escuchándolo así, es difícil que ustedes lo consideren una novedad; parece un intento de trasfiguración teórica de la oposición trivial entre amar y odiar, que acaso coincida con aquella otra polaridad de atracción y repulsión que la física supone para el mundo inorgánico. Pero lo notable es que esa formulación fue sentida por muchos como una innovación, y por cierto harto indeseable. Supongo que en esa desautorización se impone un fuerte factor afectivo. ¿Por qué nosotros mismos tardamos tanto antes de decidirnos a reconocer una pulsión de agresión, por qué vacilamos en utilizar para la teoría unos hechos que eran manifiestos y notorios para todo el mundo? Probablemente se tropezara con menor resistencia si se quisiera atribuir a los animales una pulsión con esa meta. Pero parece impío incluirla en la constitución humana; contradice demasiadas premisas religiosas y convenciones sociales. No; el hombre tiene que ser por naturaleza bueno o, al menos, manso. Si en ocasiones se muestra brutal, violento, cruel, he ahí unas ofuscaciones pasajeras de su vida afectiva, las más de las veces provocadas, quizá sólo consecuencia de los inadecuados regímenes sociales que él se ha dado hasta el presente.
Por desdicha, lo que la historia nos informa y lo que nosotros mismos hemos vivenciado no nos habla en ese sentido, sino más bien justifica el juicio de que la creencia en la «bondad» de la naturaleza humana es una de esas miserables ilusiones que, según los hombres esperan, embellecerán y aliviarán su vida, cuando en realidad sólo les hacen daño. Ustedes saben que hablamos de sadismo cuando la satisfacción sexual se anuda a la condición de que el objeto sexual padezca dolores, maltratos y humillaciones, y de masoquismo cuando la necesidad consiste en ser uno mismo ese objeto maltratado. Saben también que cierto ingrediente de ambas aspiraciones es acogido en la relación sexual normal, y que las designamos como perversiones cuando refrenan a las otras metas sexuales y las remplazan por sus propias metas. El sadismo mantiene un nexo más íntimo con la masculinidad, y el masoquismo con la feminidad, como si existiera aquí un secreto parentesco.
Creemos, pues, que en el sadismo y el masoquismo nos las habemos con dos destacados ejemplos de la mezcla entre ambas clases de pulsión, del Eros con la agresión, y ahora adoptamos el supuesto de que ese nexo es paradigmático, de que todas las mociones pulsionales que podemos estudiar consisten en tales mezclas o aleaciones de las dos variedades de pulsión. Entonces, las pulsiones eróticas introducirían en la mezcla la diversidad de sus metas sexuales, en tanto que las otras sólo consentirían aminoramientos y matices de su monocorde tendencia. Mediante ese supuesto nos hemos abierto la perspectiva hacia indagaciones que algún día pueden alcanzar gran significación para la inteligencia de procesos patológicos. En efecto, las mezclas pueden también descomponerse, y a tales desmezclas de pulsiones es lícito atribuir las más serias consecuencias para la función. Pero estos puntos de vista son todavía demasiado nuevos; nadie ha intentado hasta hoy aplicarlos en su trabajo.
Retrocedamos hasta el problema particular que nos plantea el masoquismo. Prescindamos por el momento de sus componentes eróticos; entonces nos atestigua la existencia de una aspiración que tiene por meta la destrucción de sí. Si respecto de la pulsión de destrucción también es válido que el yo -pero más bien pensamos aquí en el ello, en la persona total- incluye originariamente dentro de sí todas las mociones pulsionales, obtenemos la concepción de que el masoquismo es más antiguo que el sadismo, y este es la pulsión de destrucción vuelta hacia afuera, que así cobra el carácter de la agresión. Algún tanto de la pulsión de destrucción originaria puede permanecer todavía en el interior; parece que sólo podemos percibirla de manera patente bajo estas dos condiciones: que se haya conectado con pulsiones eróticas para formar el masoquismo o que se vuelva hacia el mundo exterior como agresión -con un mayor o menor suplemento erótico- En este punto se nos impone el valor de la posibilidad de que la agresión no pueda hallar satisfacción en el mundo exterior por chocar con impedimentos reales. Si tal sucede, acaso vuelva atrás y multiplique la escala de la autodestrucción que reina en lo interior. Averiguaremos que efectivamente es lo que acontece, y que ese proceso reviste suma importancia. Una agresión impedida parece implicar grave daño; las cosas se presentan de hecho corno si debiéramos destruir a otras personas o cosas para no destruirnos a nosotros mismos, para ponernos a salvo de la tendencia a la autodestrucción. ¡Triste revelación, sin duda, para el moralista!
Las pulsiones no rigen sólo la vida anímica, sino también la vegetativa, y estas pulsiones orgánicas: se revelan como unos afanes por reproducir un estado anterior. Cabe suponer que en el momento mismo en que uno de esos estados, ya alcanzado, sufre una perturbación, nace una pulsión a recrearlo y produce fenómenos que podemos designar como compulsión de repetición. Así, la embriología es toda ella compulsión de repetición; por un vasto ámbito del reino animal se extiende una capacidad para formar de nuevo órganos perdidos, y la pulsión de sanar a la cual debemos nuestras curaciones -unida a nuestros auxilios terapéuticos- quizá sea el resto de esta facultad desarrollada de manera tan grandiosa en los animales inferiores. Las migraciones de los peces para el desove, acaso también las periódicas migraciones de los pájaros, y posiblemente todo lo que en los animales designamos como exteriorización del instinto, se producen bajo el imperio de la compulsión de repetición, que expresa la naturaleza conservadora de las pulsiones. Tampoco en el ámbito del alma nos hace falta buscar mucho tiempo sus exteriorizaciones. Nos ha llamado la atención que las vivencias olvidadas y reprimidas de la primera infancia se reproduzcan en el curso del trabajo analítico en sueños y reacciones, en particular las de la transferencia, y ello no obstante que su despertar contraríe el interés del principio de placer; en estos casos una compulsión de repetición se impone incluso más allá del principio de placer. También fuera del análisis es posible observar algo semejante. Hay personas que durante su vida repiten sin enmienda siempre las mismas reacciones en su perjuicio, o que parecen perseguidas por un destino implacable, cuando una indagación más atenta enseña que en verdad son ellas mismas quienes sin saberlo se deparan ese destino. En tales casos adscribimos a la compulsión de repetición el carácter de lo demoníaco.
Ahora bien, ¿en qué contribuirá este rasgo conservador de las pulsiones para entender nuestra autodestrucción? Si es cierto que alguna vez la vida surgió de la materia inanimada -en una época inimaginable y de un modo irrepresentable-, tiene que haber nacido en ese momento, de acuerdo con nuestra premisa, una pulsión que quisiera volver a cancelarla, reproducir el estado inorgánico. Y si ahora pasamos a discernir en esa pulsión la autodestrucción que habíamos supuesto, estamos autorizados a concebir esta última como expresión de una pulsión de muerte que no puede estar ausente de ningún proceso vital. Entonces las pulsiones en que nosotros creemos se nos separan en estos dos grupos: las eróticas, y las pulsiones de muerte. De la acción eficaz conjugada y contraria de ambas surgen los fenómenos de la vida, a que la muerte pone término.
No aseveramos que la muerte sea la meta única de la vida; no dejamos de ver, junto a la muerte, la vida. Admitimos dos pulsiones básicas, y dejamos a cada una su propia meta. Averiguar cómo se mezclan ambas en el proceso vital, cómo la pulsión de muerte es puesta al servicio de los propósitos de Eros, sobre todo en su vuelta hacia afuera en calidad de agresión, he ahí unas tareas reservadas a la investigación futura. También debemos dejar sin respuesta otros problemas: si el carácter conservador acaso no es propio de todas las pulsiones sin excepción, sí también las pulsiones eróticas querrían restaurar un estado anterior toda vez que aspiran a la síntesis de lo vivo en unidades mayores.
Quiero comunicarles cuál fue el punto de partida de estas reflexiones sobre las pulsiones; es el mismo que nos llevó a revisar el vínculo entre el yo y lo inconciente: la impresión, derivada del trabajo analítico, de que el paciente, que ofrece la resistencia, muchísimas veces nada sabe de ella. Y no sólo el hecho de la resistencia, le es inconciente; también los motivos de ella. Nos vimos precisados a investigar ese motivo y lo hallamos, en una intensa necesidad de castigo que sólo podíamos clasificar entre los deseos masoquistas. Esa necesidad de castigo es el peor enemigo de nuestro empeño terapéutico. Se satisface con el padecimiento que la neurosis conlleva, y por eso se aferra a la condición de enfermo. La necesidad inconciente de castigo, interviene en toda contracción de neurosis. Acerca de esto, producen cabal convicción los casos en que el padecimiento neurótico admite ser relevado por uno de otra índole. Les informaré sobre una de estas experiencias.
Yo había conseguido librar a una señorita mayor del complejo sintomático que durante unos quince años la condenara a una existencia torturada, excluyéndola de toda participación en la vida social. Se sintió entonces sana, y se lanzó a una febril actividad para desarrollar sus no escasos talentos y procurarse una cuota de reconocimiento, de goce y de éxito. Pero todos sus intentos terminaban del siguiente modo: le hacían saber, y ella misma lo veía, que ya tenía demasiada edad para obtener algo en ese campo. Tras cada uno de esos desenlaces, la recaída en la enfermedad habría sido lo inmediato; pero ella ya no logró volver a producirla. En lugar de ello le ocurrían unos accidentes que la radiaban de la actividad durante un tiempo y la hacían padecer. Por ejemplo, se caía y se torcía un pie o lastimaba una rodilla, o debido a algún menester se dañaba una mano. Tras llamársele la atención sobre lo mucho que ella misma contribuía a esos aparentes percances, cambió por así decir de técnica. En lugar de los accidentes le sobrevinieron, a raíz de las mismas ocasiones, enfermedades leves, catarros, anginas, estados gripales, inflamaciones reumáticas, hasta que por fin todo el espectro se esfumó cuando decidió resignarse.
No hay, ninguna duda acerca del origen de esta necesidad inconciente de castigo. Se comporta como la continuación de nuestra conciencia moral en lo inconciente; por tanto, ha de tener el mismo origen que esta y corresponder a una porción de agresión interiorizada y asumida por el superyó: «sentimiento inconciente de culpa». En cuanto a la teoría, en verdad dudamos sobre sí debemos suponer que toda la agresión que regresa desde el mundo exterior es ligada por el superyó y vuelta así contra el yo, o bien que una parte de ella ejercita su actividad muda y ominosa como pulsión de destrucción libre en el yo y el ello. Más probable es una distribución como la indicada en último término, pero no sabemos nada más sobre esto. En la institución primera del superyó, es indudable que para dotación de esa instancia se empleó aquel fragmento de agresión hacia los padres que el niño no pudo descargar hacia afuera a consecuencia de su fijación de amor, así como de las dificultades externas; por eso no necesariamente la severidad del superyó se encontrará en una correspondencia simple con el rigor de la educación.. Es muy posible que a raíz de ocasiones posteriores para sofocar la agresión, la pulsión tome el mismo camino que se le abrió en aquel punto temporal decisivo.
Las personas en quienes es hiperpotente ese sentimiento inconciente de culpa se delatan en el tratamiento analítico por la reacción terapéutica negativa, de tan mal pronóstico.
Cuando se les comunica la solución de un síntoma, tras lo cual normalmente debería sobrevenir su desaparición al menos temporaria, lo que con ellas se consigue es, al contrario, un refuerzo momentáneo del síntoma y del padecimiento. A menudo basta con pronunciar algunas palabras de esperanza en los progresos del análisis, para provocarles un empeoramiento de su estado. Los no analistas dirían que les falta la «voluntad de curarse»; de acuerdo con el pensamiento analítico, deben ver ustedes en esa conducta una exteriorización del sentimiento inconciente de culpa, al cual se acomoda bien, justamente, la condición de enfermo con su padecimiento y sus impedimentos. Los problemas desenvueltos a partir del sentimiento inconciente de culpa, sus nexos con la moral, la pedagogía, la criminalidad y el desamparo social, constituyen hoy el campo de trabajo predilecto de los psicoanalistas.
Solemos decir que nuestra cultura se ha edificado a expensas de las aspiraciones sexuales, que son inhibidas por la sociedad, en parte sin duda reprimidas, pero en otra parte utilizadas para nuevas metas. También, y a pesar de todo el orgullo que nos inspiran nuestros logros culturales, hemos confesado que no nos resulta fácil cumplir los requerimientos de esa cultura, sentirnos bien dentro de ella, porque las limitaciones pulsionales que se nos imponen significan para nosotros una gravosa carga psíquica. Pues bien; lo que discernimos acerca de las pulsiones sexuales vale de igual modo, y quizás en mayor medida aún, respecto de las otras, las pulsiones de agresión. Son sobre todo ellas las que dificultan la convivencia humana y amenazan su perduración; que limite su agresión es el primer sacrificio, y acaso el más duro, que la sociedad tiene que pedir al individuo. Hemos averiguado la ingeniosa manera en que se consuma ese domeñamiento del díscolo. La institución del superyó, que atrae hacia sí las peligrosas mociones agresivas, establece por así decir una guarnición militar en los lugares inclinados a la revuelta.
Pero, por otra parte, y considerado ello desde el punto de vista puramente psicológico, es preciso confesar que el yo no se siente bien cuando así se lo sacrifica a las necesidades de la sociedad, cuando tiene que someterse a las tendencias destructivas de la agresión que de buena gana habría dirigido contra otros. Es como una continuación, en el campo psíquico, de aquel dilema entre comer y ser comido que domina el mundo orgánico. Por suerte, las pulsiones agresivas nunca están solas, sino siempre ligadas con las eróticas. Estas últimas tienen mucho para mitigar y prevenir en las condiciones de la cultura creada por el hombre.
El proceso del nacimiento como el evento que deja tras sí esa huella afectiva; en él, los cambios en la actividad del corazón y la respiración, característicos del estado de angustia, fueron acordes con el fin. Por tanto, la primera angustia habría sido una angustia tóxica.
Distingo entre la Angustia Realista y la Angustia Neurótica. Angustia realista: es una reacción que nos parece lógica frente al peligro, a un daño esperado de afuera. En un análisis de la angustia realista, la redujimos a un estado de atención sensorial incrementada y tensión motriz, que llamamos apronte angustiado. A partir de ese estado se desarrolla la reacción de angustia. Serían posibles dos desenlaces en él. O bien el desarrollo de angustia, la repetición de la antigua vivencia traumática, se limita a una señal, y entonces la restante reacción puede adaptarse a la nueva situación de peligro, desembocar en la huida o en acciones destinadas a ponerse a salvo, o bien lo antiguo prevalece, toda la reacción se agota en el desarrollo de angustia, y entonces el estado afectivo resultará paralizante y desacorde con el fin para el presente.
Angustia Neurótica: es enteramente enigmática, como carente de fin.
La observábamos bajo tres clases de constelaciones. En 1º término) como un estado de angustia libremente flotante, general, pronto a enlazarse de manera pasajera con cada nueva posibilidad que emerja; es la llamada «angustia expectante», como en la neurosis típica de angustia. En 2º término) ligada de manera firme a determinados contenidos de representación en las llamadas fobias, en las que todavía podemos discernir un vínculo con un peligro externo, pero la angustia frente a él no puede menos que parecernos desmedida. En 3º término), la angustia en la histeria y otras formas de neurosis grave, que acompaña a síntomas o bien emerge de manera independiente como ataque o como estado de prolongada permanencia, pero siempre sin que se le descubra fundamento alguno en un peligro exterior. Entonces nos planteamos estas dos preguntas: ¿De qué se tiene miedo en la angustia neurótica? ¿Cómo se compadece esta con la angustia realista ante peligros externos?
La causa más común de la neurosis de angustia es la excitación frustránea. Se provoca una excitación libidinosa, pero no se satisface, no se aplica; entonces, en reemplazo de esta libido desviada de su aplicación emerge el estado de angustia. Hasta me creí autorizado a decir que esta libido insatisfecha se mudaba directamente en angustia. Esta concepción halló un apoyo en ciertas fobias enteramente regulares de los niños pequeños. Muchas de esas fobias nos resultan por completo enigmáticas, pero otras, como la angustia a la soledad y a personas ajenas, admiten una explicación cierta. La soledad, así como el rostro ajeno, despiertan la añoranza de la madre familiar; el niño no puede gobernar esta excitación libidinosa, no puede mantenerla en suspenso, la muda en angustia. Por tanto, esta angustia infantil no debe imputarse a la angustia realista, sino a la neurótica. Las fobias infantiles y la expectativa angustiada de la neurosis de angustia nos proporcionan dos ejemplos de uno de los modos en que se genera angustia neurótica: por trasmudación directa de la libido. Enseguida tomaremos conocimiento de un segundo mecanismo; se demostrará que no difiere mucho del primero.
De la angustia en la histeria y otras neurosis hacemos responsable, al proceso de la represión. Es la representación la que experimenta la represión y llegado el caso es desfigurada hasta que se vuelve irreconocible; pero su monto de afecto es mudado comúnmente en angustia y, por cierto, sin que importe su naturaleza ni que se trate de agresión o de amor.
Nos llamó la atención un vínculo significativo entre desarrollo de angustia y formación de síntoma, a saber, que ambos se subrogan y relevan entre sí. El agorafóbico, por ejemplo, inicia su historia patológica con un ataque de angustia en la calle. Este se repetiría toda vez que anduviera de nuevo por la calle. Ahora crea el síntoma de la angustia a andar por la calle, que también podría llamarse una inhibición, una limitación funcional del yo, y por esa vía se ahorra el ataque de angustia. Lo inverso se ve si uno se inmiscuye en la formación de síntoma, como es posible, por ejemplo, en las acciones obsesivas. Si se impide al enfermo realizar su ceremonial de lavado, cae en un estado de angustia difícil de soportar, del cual, evidentemente, su síntoma lo protegía. Y por cierto parece que el desarrollo de angustia fuera lo primero, y la formación de síntoma lo posterior, como si los síntomas fueran creados para evitar el estallido del estado de angustia. Con esto armoniza también el que las primeras neurosis de la infancia sean fobias, estados en que se discierne con mucha nitidez el modo en que un desarrollo inicial de angustia es relevado por la posterior formación de síntoma: se tiene la impresión de que a partir de estos vínculos se hallará el mejor acceso a la comprensión de la angustia neurótica. Y al mismo tiempo hemos logrado responder la pregunta por aquello a lo cual se tiene miedo en la angustia neurótica, y establecer así la conexión entre angustia realista y neurótica. Aquello a lo cual se tiene miedo es, evidentemente, la propia libido. La diferencia con la situación de la angustia realista reside en dos puntos: que el peligro es interno en vez de externo, y que no se discierne concientemente.
En las fobias se puede discernir el modo en que este peligro interior se traspone en uno exterior, o sea una angustia neurótica se muda en aparente angustia realista. Para simplificar un estado de cosas a menudo muy complejo, supongamos que el agorafóbico por lo general temía las mociones de tentación que le despertaban los encuentros por la calle. En su fobia sobreviene un desplazamiento, y ahora se angustia frente a una situación externa. Es manifiesto que gana con ello, pues cree poder protegerse mejor así. De un peligro externo uno puede salvarse mediante la huida, pero es difícil empresa el intento de huir de un peligro interno.
La angustia es como estado afectivo la reproducción de un antiguo evento peligroso; la angustia está al servicio de la autoconservación y es una señal de un nuevo peligro; se genera a partir de una libido que de algún modo se ha vuelto inaplicable; lo hace también a raíz del proceso de la represión; la formación de síntoma la releva, la liga psíquicamente, por así decir; se siente que aquí falta algo que unifique los fragmentos.
Esa descomposición de la personalidad anímica en un superyó, un yo y un ello, que les expuse en la conferencia anterior, nos obligó a adoptar también otra orientación en el problema de la angustia. Con la tesis de que el yo es el único almácigo de la angustia, sólo él puede producirla y sentirla, nos hemos situado en una nueva y sólida posición. Y de hecho no sabríamos qué sentido tendría hablar de una «angustia del ello» o adscribir al superyó la facultad del estado de angustia. Las tres principales variedades de angustia -.la realista, la neurótica y la de la conciencia moral- puedan ser referidas tan espontáneamente a los tres vasallajes del yo: respecto del mundo exterior, del ello y del superyó. Con esta nueva concepción ha pasado también al primer plano la función de la angustia como señal para indicar una situación de peligro.
Indagando recientemente el modo en que se genera la angustia en ciertas fobias que incluimos en la histeria de angustia, y escogimos casos en que se trataba de la represión típica de las mociones de deseo provenientes del complejo de Edipo.
El peligro real que el niño teme como consecuencia de su enamoramiento de la madre: es el castigo de la castración, la pérdida de su miembro. Desde luego, objetarán ustedes, ese no es un peligro objetivo. A nuestros varoncitos no se los castra por más que se enamoren de la madre en la fase del complejo de Edipo. Pero no es cosa tan fácil de despachar. Ante todo, no interesa que la castración se ejecute de hecho; lo decisivo es que el peligro amenace de afuera y el niño crea en él. En su fase fálica, en la época de su onanismo, muchas veces se lo amenaza con cortarle el miembro. Conjeturamos que en las épocas primordiales de la familia humana la castración era consumada de hecho por el padre celoso y cruel sobre sus hijos varones crecidos, y la circuncisión en primitivos, como componente del ritual de virilidad podría ser un resto bien reconocible de ellos. Nos vemos precisados a establecer que la angustia frente a la castración es uno de los motores más frecuentes e intensos de la represión y, con ello, de la formación de neurosis.
La angustia de castración no es el único motivo de la represión; ya no tiene lugar en las mujeres, que poseen un complejo de castración, pero no pueden tener angustia ninguna de castración. En su reemplazo aparece la angustia a la pérdida de amor, que es como una continuación de la angustia del lactante cuando echa de menos a la madre. Situación de peligro objetivo indicada por esa angustia: Si la madre está ausente o ha sustraído su amor al hijo, la satisfacción de las necesidades de este ya no es segura, y posiblemente queda expuesto a los más penosos sentimientos de tensión. No rechacen la idea de que estas condiciones de angustia repiten en el fondo la situación de la originaria angustia de nacimiento, que también implicó una separación de la madre. Y aun si siguen una argumentación de Ferenczi [1925], pueden incluir también la angustia de castración en esta serie, pues la pérdida del miembro viril tiene por consecuencia la imposibilidad de una reunificación con la madre o con su sustituto en el acto sexual. La tan frecuente fantasía de regreso al seno materno es el sustituto de ese deseo de coito. Sólo quiero hacerles notar el modo en que aquí las averiguaciones psicológicas avanzan hasta chocar con hechos biológicos.
Rank hizo contribuciones al Psicoanálisis: la vivencia de angustia del nacimiento es el arquetipo de todas las situaciones posteriores de peligro… En verdad a cada edad del desarrollo le corresponde una determinada condición de angustia, y por tanto una situación de peligro, como la adecuada a ella. El peligro del desvalimiento psíquico conviene al estadio de la temprana inmadurez del yo; el peligro de la pérdida de objeto (de amor), a la heteronomía de la primera infancia; el peligro de la castración, a la fase fálica; y, por último, la angustia ante el superyó, angustia que cobra una posición particular, al período de latencia. A medida que avanza el desarrollo, las antiguas condiciones de angustia tienen que ser abandonadas, pues las situaciones de peligro que les corresponden han sido desvalorizadas por el fortalecimiento del yo. Pero esto ocurre de manera muy incompleta. Son muchos los seres humanos que no pueden superar la angustia ante la pérdida de amor, nunca logran suficiente independencia del amor de otros y en este punto continúan su conducta infantil. La angustia ante el superyó no está destinada a extinguirse, pues es indispensable en las relaciones sociales como angustia de la conciencia moral, y el individuo sólo en rarísimos casos puede independizarse de la comunidad humana. Por lo demás, algunas de las antiguas situaciones de peligro se las arreglan para pervivir en épocas posteriores modificando oportunamente sus condiciones de angustia. Por ejemplo, el peligro de la castración se conserva bajo la máscara de la fobia a la sífilis. De adulto uno sabe sin duda que la castración ya no se practica como castigo por entregarse a concupiscencias sexuales, pero en cambio se ha experimentado que tal libertad pulsional está amenazada con graves enfermedades. Las personas neuróticas permanecen infantiles en su conducta hacia el peligro y no han superado condiciones de angustia anticuadas. Lo admitimos como una contribución fáctica a la caracterización de los neuróticos; no resulta tan fácil decir por qué ello es así.
Vínculos entre Angustia y Represión: la angustia crea a la represión, y no a la inversa, como pensábamos; y [la segunda], que una situación pulsional temida se remonta, en el fondo, a una situación de peligro exterior. ¿Cómo nos representamos ahora el proceso de una represión bajo el influjo de la angustia? El yo nota que la satisfacción de una exigencia pulsional convocaría una de las bien recordadas situaciones de peligro. Por tanto, esa investidura pulsional debe ser sofocada de algún modo, cancelada.. Sabemos que el yo desempeña esa tarea cuando es fuerte e incluye en su organización la respectiva moción pulsional. Ahora bien, el caso de la represión es aquel en que la moción pulsional sigue siendo nativa del ello y el yo se siente endeble. Entonces el yo recurre a una técnica que en el fondo es idéntica a la del pensar normal. El pensar es un obrar tentativo con pequeños volúmenes de investidura, semejante a los desplazamientos de pequeñas figuras sobre el mapa, anteriores a que el general ponga en movimiento sus masas de tropa. El yo anticipa así la satisfacción de la moción pulsional dudosa y le permite reproducir las sensaciones de displacer que corresponden al inicio de la situación de peligro temida. Así se pone en juego el automatismo del principio de placer-displacer, que ahora lleva a cabo la represión de la moción pulsional peligrosa.
Tenemos que distinguir lo que a raíz de esta represión sucede en el yo y lo que sucede en el ello. Acabamos de decir lo que hace el yo. Dirige una investidura tentativa y suscita el automatismo placer-displacer mediante la señal de angustia. Entonces son posibles diversas reacciones o una mezcla de ellas en montos variables. O bien el ataque de angustia se desarrolla plenamente y el yo se retira por completo de la excitación chocante, o bien, en lugar de salirle al encuentro con una investidura tentativa, el yo lo hace con una contrainvestidura, y esta se conjuga con la energía de la moción reprimida para la formación de síntoma o es acogida en el interior del yo como formación reactiva, como refuerzo de determinadas disposiciones, como alteración permanente. Mientras más pueda limitarse el desarrollo de angustia a una mera señal, tanto más recurrirá el yo a las acciones de defensa equivalentes a una ligazón psíquica de lo reprimido, y tanto más se aproximará el proceso a un procesamiento normal, desde luego que sin alcanzarlo.
El carácter es atribuible por entero al yo. Lo que crea a ese carácter: la incorporación de la anterior instancia parental en calidad de superyó, sin duda el fragmento más importante y decisivo; luego, las identificaciones con ambos progenitores de la época posterior, y con otras personas influyentes, al igual que similares identificaciones como precipitados de vínculos de objeto resignados. Agreguemos ahora, como un complemento que nunca falta a la formación del carácter, las formaciones reactivas que el yo adquiere primero en sus represiones y, más tarde, con medios más normales, a raíz de los rechazos de mociones pulsionales indeseadas.
Ahora retrocedamos y volvámonos al ello. No es tan fácil ya colegir lo que a raíz de la represión le ha pasado a la moción pulsional combatida. Recuerdan que antes suponíamos que justamente ella era mudada en angustia por la represión. Ya no nos atrevemos a sostenerlo; la respuesta será: es probable que su destino no sea el mismo en todos los casos. Es probable que exista una correspondencia íntima entre el proceso que ocurre en cada caso dentro del yo y el que le sobreviene en el ello a la moción reprimida. En efecto, desde que hemos hecho intervenir en la represión al principio de placer-displacer, puesto en movimiento por la señal de angustia, estamos autorizados a modificar nuestras expectativas. Este principio rige de manera irrestricta los procesos en el interior del ello. Podemos concederle que provoca alteraciones muy profundas en la moción pulsional en cuestión. En muchos casos quizá la moción pulsional reprimida retenga su investidura libidinal, persista inmutada en el ello, si bien bajo la presión permanente del yo. Otras veces parece sobrevenirle una destrucción completa, tras la cual su libido es conducida de manera definitiva por otras vías. Sostuve que eso ocurría en la tramitación normal del complejo de Edipo, el cual, entonces, en ese caso deseable no es simplemente reprimido, sino destruido dentro del ello. Además, la experiencia clínica nos ha enseñado que en muchos casos se produce, en vez del habitual resultado de la represión, una degradación libidinal, una regresión de la organización libidinal a un estadio anterior. Esto sólo puede ocurrir dentro del ello, y cuando acontece es bajo el influjo del mismo conflicto que fue iniciado por la señal de angustia. La neurosis obsesiva, en que cooperan regresión libidinal y represión, proporciona el ejemplo más llamativo de esta clase.
El estudio de la angustia nos mueve a agregar otro rasgo a nuestra pintura del yo. Hemos dicho que el yo es endeble frente al ello, es su fiel servidor, se empeña en llevar a cabo sus órdenes, en cumplir sus reclamos. No nos retractaremos de ese enunciado. No obstante, por el otro lado, ese yo es la parte del ello mejor organizada, orientada hacia la realidad. No debemos exagerar demasiado la separación entre ambos, ni sorprendernos de que el yo consiga a su vez influir sobre los procesos del ello. El yo ejerce ese influjo cuando por medio de la señal de angustia pone en actividad al casi omnipotente principio de placer displacer. Inmediatamente vuelve a mostrar su endeblez, pues mediante el acto de la represión renuncia a un fragmento de su organización, se ve precisado a consentir que la moción pulsional reprimida permanezca sustraída a su influjo de manera duradera.
La angustia neurótica se ha mudado bajo nuestras manos en angustia realista, en angustia ante determinadas situaciones externas de peligro. Pero tenemos que dar otro paso, que será un paso atrás. ¿Qué es en verdad lo peligroso, lo temido en una de tales situaciones de peligro? No es el daño de la persona que podría juzgarse objetivo, sino lo que él ocasione en la vida anímica. Por ejemplo, el nacimiento, nuestro arquetipo del estado de angustia, difícilmente pueda ser considerado en sí como un daño, aunque tal vez conlleve tal peligro. Lo esencial en el nacimiento, como en cualquier otra situación de peligro, es que provoque en el vivenciar anímico un estado de excitación de elevada tensión que sea sentido como displacer y del cual uno no pueda enseñorearse por vía de descarga. Llamemos factor traumático a un estado así, en que fracasan los empeños del principio de placer; entonces, a través de la serie angustia neurótica-angustia realista-situación de peligro llegamos a este enunciado simple: lo temido, el asunto de la angustia, es en cada caso la emergencia de un factor traumático que no pueda ser tramitado según la norma del principio de placer. El hecho de estar dotados del principio de placer no nos pone a salvo de daños objetivos, sino sólo de un daño determinado a nuestra economía psíquica. Del principio de placer a la pulsión de autoconservación hay un gran trecho, falta mucho para que ambos propósitos se superpongan desde el punto de partida.
Sólo la magnitud de la suma de excitación convierte a una impresión en factor traumático, paraliza la operación del principio de placer, confiere su significatividad a la situación de peligro. Sólo las represiones más tardías muestran el mecanismo que hemos descrito, en que la angustia es despertada como señal de una situación anterior de peligro; las primeras y originarias nacen directamente a raíz del encuentro del yo con una exigencia libidinal hipertrófica proveniente de factores traumáticos; ellas crean su angustia como algo nuevo, es verdad que según el arquetipo del nacimiento. Acaso lo mismo valga para el desarrollo de angustia que en la neurosis de angustia se produce por daño somático de la función sexual. Ya no afirmaremos que sea la libido misma la que se muda entonces en angustia. Pero no veo objeción alguna a un origen doble de la angustia: en un caso como consecuencia directa del factor traumático, y en el otro como señal de que amenaza la repetición de un factor así.
Hoy tengo aún el propósito de conducirlos al campo de la teoría de la libido o doctrina de las pulsiones, donde también han surgido muchas cosas nuevas.
La doctrina de las pulsiones es nuestra mitología, por así decir. Las pulsiones son seres míticos, grandiosos en su indeterminación. Desde siempre tuvimos la vislumbre de que tras esas múltiples y pequeñas pulsiones se ocultaba algo serio y poderoso. Distinguíamos al comienzo dos pulsiones principales, según las dos grandes necesidades: hambre y amor. Por más celo que pongamos en defender la independencia de la psicología frente a cualquier otra ciencia, aquí se está a la zaga del inconmovible hecho biológico de que el individuo vivo sirve a dos propósitos: su propia conservación y la de la especie. Como subrogadoras de esta concepción, se introdujeron en el psicoanálisis las «pulsiones yoicas» y las «pulsiones sexuales». Entre las primeras incluimos todo lo que tiene que ver con la conservación, la afirmación, el engrandecimiento de la persona. A las segundas debimos conferirles la riqueza que exigían la vida sexual infantil y la perversa. Puesto que a raíz de la indagación de las neurosis llegamos a conocer al yo como el poder limitante, represor, y a las aspiraciones sexuales como lo limitado, reprimido, creímos tocar con la mano no sólo la diversidad, sino el conflicto entre ambos grupos de pulsiones. Asunto de nuestro estudio fueron primero sólo las pulsiones sexuales, cuya energía denominamos «libido». En torno de ellas intentamos aclarar nuestras representaciones sobre lo que era una pulsión y lo que podíamos atribuirle. Este es el lugar de la teoría de la libido.
Una pulsión se distingue de un estímulo, pues, en que proviene de fuentes de estímulo situadas en el interior del cuerpo, actúa como una fuerza constante y la persona no puede sustraérsele mediante la huida, como es posible en el caso del estímulo externo. En la pulsión pueden distinguirse fuente, objeto y meta. La fuente es un estado de excitación en lo corporal; la meta, la cancelación de esa excitación, y en el camino que va de la fuente a la meta la pulsión adquiere eficacia psíquica. La representamos como cierto monto de energía que esfuerza en determinada dirección. De este esforzar recibe su nombre: pulsión. Se habla de pulsiones activas y pasivas; más correctamente debería decirse: metas pulsionales activas y pasivas; también para alcanzar una meta pasiva se requiere un gasto de actividad. La meta puede alcanzarse en el cuerpo propio, pero por regla general se interpone un objeto exterior en que la pulsión logra su meta externa; su meta interna sigue siendo en todos los casos la alteración del cuerpo sentida como satisfacción. No hemos podido aclararnos si la pertenencia a la fuente somática presta a la pulsión una especificidad, ni cuál sería esta. Que mociones pulsionales de una fuente pueden acoplarse a las de otra y compartir su ulterior destino; que en general una satisfacción pulsional puede ser sustituida por otra: he ahí hechos indudables según el testimonio de la experiencia analítica. Pero confesemos que no los comprendemos muy bien. También el vínculo de la pulsión con la meta y el objeto admite variaciones: aquella y este pueden permutarse por otros, siendo empero el vínculo con el objeto el más fácil de aflojar. Distinguimos con el nombre de sublimación cierta clase de modificación de la meta y cambio de vía del objeto en la que interviene nuestra valoración social. Además, tenemos razones para distinguir pulsiones de meta inhibida, a saber, mociones pulsionales de fuentes notorias y con meta inequívoca, pero que se detienen en el camino hacia la satisfacción, de suerte que sobrevienen una duradera investidura de objeto y una aspiración continua. De esta clase es, por ejemplo, el vínculo de la ternura, que indudablemente proviene de las fuentes de la necesidad sexual y por regla general renuncia a su satisfacción.
Las pulsiones sexuales: plasticidad, la capacidad de cambiar de vía sus metas; por la facilidad con que admiten subrogaciones, dejándose sustituir una satisfacción pulsional por otra, y por su posible diferimiento, de lo cual las pulsiones de meta inhibida acaban de darnos un buen ejemplo. Tenderíamos a negar estas propiedades a las pulsiones de autoconservación, y a enunciar acerca de ellas que son inflexibles, no admiten diferimiento, son imperativas de manera muy diversa y tienen una relación enteramente distinta tanto con la represión como con la angustia. Sólo que la reflexión más inmediata nos dice que esa posición excepcional no conviene a todas las pulsiones yoicas, sino únicamente al hambre y la sed, y es evidente que ello tiene su base en una particularidad de las fuentes pulsionales. Buena parte del carácter confuso con que se nos presenta todo este cuadro proviene, además, de que no hemos considerado por separado las alteraciones que las mociones pulsionales, originariamente nativas del ello, acaso experimentan bajo el influjo del yo organizado.
Nos movemos sobre terreno más firme cuando pasamos a indagar el modo en que la vida pulsional sirve a la función sexual. No es, pues, que se discierna una pulsión sexual que desde el comienzo mismo haga de portadora de la aspiración a la meta de la función sexual, la unión de las dos células genésicas. Antes bien, vemos un gran número de pulsiones parciales, provenientes de diversas partes y regiones del cuerpo, que con bastante independencia recíproca pugnan por alcanzar una satisfacción y la hallan en algo que podemos llamar placer de órgano. Entre estas zonas erógenas, los genitales son la más tardía, y ya no rehusaremos a su placer de órgano el nombre de placer sexual. No todas estas mociones que pugnan por alcanzar placer serán acogidas en la organización definitiva de la función sexual. Muchas de ellas serán dejadas de lado por inutilizables, sea mediante represión u otra vía; algunas serán desviadas de su meta en la notable forma ya citada, y aplicadas como refuerzo de otras mociones; otras, aún, se conservan en papeles accesorios, sirven para la ejecución de actos introductorios, para la producción de un placer previo. En esta larga trayectoria de desarrollo pueden discernirse varias fases de una organización provisional, y a partir de esta historia de la función sexual se explican sus aberraciones y mutilaciones. Llamamos oral a la primera de estas fases pregenitales porque, en correspondencia con el modo en que el lactante es alimentado, la zona erógena de la boca domina también lo que es lícito llamar la actividad sexual de este período de la vida. En un segundo estadio esfuerzan hacia adelante los impulsos sádicos y los anales, por cierto que en conexión con la salida de los dientes, el fortalecimiento de la musculatura y el gobierno sobre las funciones esfinterianas. En tercer lugar aparece la fase fálica, en que en ambos sexos el miembro viril y su correspondiente en la niña adquieren una significación que ya no puede pasarse por alto. La fase genital: para la organización sexual definitiva que se establece tras la pubertad y en la cual los genitales femeninos hallan por primera vez el reconocimiento que los masculinos habían conseguido mucho antes.
Podemos gloriarnos de haber averiguado muchas cosas nuevas justamente sobre las organizaciones tempranas de la libido, y de haber aprehendido con mayor claridad lo antiguo; les daré al menos algunas muestras de ello. Abraham probó en 1924 que en la fase sádico-anal pueden distinguirse dos estadios. De ellos, en el anterior reinan las tendencias destructivas de aniquilar y perder, y en el posterior, las de guardar y poseer, amistosas hacia los objetos. Por tanto, es en mitad de esta fase cuando emerge por primera vez el miramiento hacia el objeto como precursor de una posterior investidura de amor. Igualmente justificado es suponer una partición semejante también para la primera fase, la oral. En el primer subestadio se trata sólo de la incorporación oral y falta aún toda ambivalencia en el vínculo con el objeto del pecho materno. El segundo estadio, singularizado por la emergencia de la actividad de morder, puede ser designado como oral-sádico; muestra por primera vez los fenómenos de la ambivalencia que adquirirán tanta nitidez en la fase siguiente, la sádico-anal. El valor de estos nuevos distingos se evidencia en particular cuando en determinadas neurosis -neurosis obsesiva, melancolía- uno busca los lugares de predisposición dentro del desarrollo libidinal. Traigan ustedes a su memoria lo que tenemos averiguado acerca del nexo entre fijación libidinal, predisposición y regresión.
Nuestra actitud hacia las fases de la organización libidinal se ha desplazado un poco. Si antes insistíamos sobre todo en la manera en que cada una de ellas se disipaba ante la que le seguía, ahora nuestra atención se ciñe a los hechos que nos muestran cuánto de aquella fase anterior se ha conservado junto a las configuraciones posteriores y tras ellas, y se ha procurado una subrogación duradera en la economía libidinal y en el carácter de la persona. Todavía más significativos son ciertos estudios que nos han enseñado que muy a menudo ocurren, bajo condiciones patológicas, regresiones a fases anteriores, y que determinadas regresiones son características de determinadas formas de enfermedad. Pero no puedo tratar esto aquí; pertenece a una psicología especial de las neurosis.
Trasposiciones pulsionales y procesos parecidos hemos podido estudiar, en particular, en el erotismo anal, las excitaciones que provienen de las fuentes de la zona erógena anal; nos sorprendió la multiplicidad de empleos a que son aplicadas estas mociones pulsionales. Acaso no resulte fácil emanciparse del menosprecio que en el curso del desarrollo ha afectado justamente a estas zonas. Dejemos por eso que Abraham [19241 nos explique que el ano corresponde embriológicamente a la boca primordial que ha migrado hacia abajo, hasta la extremidad del intestino. Luego nos enteramos de que con la desvalorización de la propia caca, de los excrementos, este interés pulsional de fuente anal traspasa hacia objetos que pueden darse como regalo. Y con derecho, pues la caca fue el primer regalo que el lactante pudo hacer, del que se desprendió por amor a su cuidadora. Luego, de manera por entero análoga al cambio de vía del significado en el desarrollo del lenguaje, ese antiguo interés por la caca se traspone en el aprecio por el oro y el dinero, pero también hace su contribución a la investidura afectiva del hijo y del pene. Según la convicción de todos los niños, que por largo tiempo se atienen a la teoría de la cloaca, el hijo nace como un fragmento de caca del intestino; la defecación es el arquetipo del acto del nacimiento. Pero también el pene tiene su precursor en la columna de heces que llena y estimula la mucosa del tubo intestinal. Cuando el niño, bien a regañadientes, toma noticia de que existen seres humanos que no poseen ese miembro, el pene le aparece como algo separable del cuerpo y lo sitúa en inequívoca analogía con el excremento, que sin duda fue el primer fragmento de corporeidad al que se debió renunciar. Así, una gran cuota de erotismo anal es trasportada a investidura del pene, pero el interés por esta parte del cuerpo tiene, además de esta raíz de erotismo anal, una raíz oral acaso todavía más poderosa, pues tras la suspensión del lactar el pene hereda también algo del pezón del órgano materno.
Es imposible orientarse en las fantasías -las ocurrencias influidas por lo inconciente- y en el lenguaje sintomático del ser humano sí no se conocen estos profundos nexos. Caca-dinero-regalo-hijo-pene son tratados aquí como equivalentes y aun subrogados mediante símbolos comunes. Quizá pueda agregar todavía, de pasada, que también el interés por la vagina, que despierta más tarde, es de origen anal-erótico. No es asombroso, pues la vagina misma, según una feliz expresión de Lou Andreas-Salomé [1916], ha «tomado terreno en arriendo» al ano; en la vida de los homosexuales, que no han recorrido cierto trecho del desarrollo sexual, es vuelta a subrogar por aquel. En el soñar se escenifica con frecuencia una localidad que antes era un espacio único y ahora es dividida en dos por una pared, o también a la inversa. Lo mentado con ello es siempre la relación de la vagina con el intestino. Podemos estudiar muy bien en la niña cómo normalmente el deseo de poseer un pene, enteramente afemenino, se trasmuda en el deseo de tener un hijo, y luego en el de tener un varón como portador del pene y dador del hijo, de suerte que también aquí se vuelve visible el modo en que un fragmento de un interés anal-erótico en su origen se forja un sitio en la posterior organización genital.
En el curso de esos estudios sobre las fases pregenitales de la libido hemos obtenido también algunas nuevas intelecciones sobre la formación del carácter. Nos llamó la atención un conjunto de propiedades que aparecen reunidas con bastante regularidad: orden, ahorratividad y terquedad; y a partir del análisis de esas personas descubrimos que esas propiedades provienen del consumo y del empleo diverso de su erotismo anal. Hablamos entonces de un carácter anal toda vez que hallamos esa llamativa reunión, y ponemos el carácter anal en una cierta oposición con el erotismo anal no elaborado hasta su acabamiento. Un vínculo semejante, hallamos entre la ambición y el erotismo uretral. Extraemos una notable alusión a ese nexo de la leyenda según la cual Alejandro Magno nació la misma noche en que un cierto Herostrato, por el solo afán de hacerse famoso, prendió fuego al admiradísimo templo de Artemisa en Efeso. Es como si los antiguos no hubieran desconocido la existencia de ese nexo. Ya saben ustedes cuánto tiene que ver el orinar con el fuego y su extinción. Desde luego, esperamos que también otras propiedades de carácter sobrevengan de manera semejante como precipitados o formaciones reactivas de determinadas formaciones libidinosas pregenitales, mas todavía no podemos demostrarlo.
Pero ya es tiempo de que vuelva atrás y retome los problemas más generales de la vida pulsional. Nuestra teoría de la libido tuvo por base, al comienzo, la oposición entre pulsiones yoicas y pulsiones sexuales. Cuando más tarde empezamos a estudiar mejor al yo como tal, y asimos el punto de vista del narcisismo, ese distingo perdió el suelo en que se asentaba. En casos raros puede discernirse que el yo se toma a sí mismo por objeto, se comporta como si estuviera enamorado de sí mismo. De ahí el narcisismo, extraído de la leyenda griega. Se llega a comprender que el yo es siempre el principal reservorio de la libido; de él parten las investiduras libidinosas de los objetos, y a él regresan, mientras la parte mayor de esa libido permanece de manera continua dentro del yo. Sin cesar se trasmuda libido yoica en libido de objeto, y libido de objeto en libido yoica. Pero entonces ellas no pueden ser de diferente naturaleza, no tiene ningún sentido separar la energía de una y otra, y es posible abandonar la designación «libido» o usarla como equivalente de energía psíquica en general.
Suponemos que existen dos clases de pulsiones de diferente naturaleza: las pulsiones sexuales entendidas en el sentido más lato -el Eros, si prefieren esta denominación- y las pulsiones de agresión, cuya meta es la destrucción. Escuchándolo así, es difícil que ustedes lo consideren una novedad; parece un intento de trasfiguración teórica de la oposición trivial entre amar y odiar, que acaso coincida con aquella otra polaridad de atracción y repulsión que la física supone para el mundo inorgánico. Pero lo notable es que esa formulación fue sentida por muchos como una innovación, y por cierto harto indeseable. Supongo que en esa desautorización se impone un fuerte factor afectivo. ¿Por qué nosotros mismos tardamos tanto antes de decidirnos a reconocer una pulsión de agresión, por qué vacilamos en utilizar para la teoría unos hechos que eran manifiestos y notorios para todo el mundo? Probablemente se tropezara con menor resistencia si se quisiera atribuir a los animales una pulsión con esa meta. Pero parece impío incluirla en la constitución humana; contradice demasiadas premisas religiosas y convenciones sociales. No; el hombre tiene que ser por naturaleza bueno o, al menos, manso. Si en ocasiones se muestra brutal, violento, cruel, he ahí unas ofuscaciones pasajeras de su vida afectiva, las más de las veces provocadas, quizá sólo consecuencia de los inadecuados regímenes sociales que él se ha dado hasta el presente.
Por desdicha, lo que la historia nos informa y lo que nosotros mismos hemos vivenciado no nos habla en ese sentido, sino más bien justifica el juicio de que la creencia en la «bondad» de la naturaleza humana es una de esas miserables ilusiones que, según los hombres esperan, embellecerán y aliviarán su vida, cuando en realidad sólo les hacen daño. Ustedes saben que hablamos de sadismo cuando la satisfacción sexual se anuda a la condición de que el objeto sexual padezca dolores, maltratos y humillaciones, y de masoquismo cuando la necesidad consiste en ser uno mismo ese objeto maltratado. Saben también que cierto ingrediente de ambas aspiraciones es acogido en la relación sexual normal, y que las designamos como perversiones cuando refrenan a las otras metas sexuales y las remplazan por sus propias metas. El sadismo mantiene un nexo más íntimo con la masculinidad, y el masoquismo con la feminidad, como si existiera aquí un secreto parentesco.
Creemos, pues, que en el sadismo y el masoquismo nos las habemos con dos destacados ejemplos de la mezcla entre ambas clases de pulsión, del Eros con la agresión, y ahora adoptamos el supuesto de que ese nexo es paradigmático, de que todas las mociones pulsionales que podemos estudiar consisten en tales mezclas o aleaciones de las dos variedades de pulsión. Entonces, las pulsiones eróticas introducirían en la mezcla la diversidad de sus metas sexuales, en tanto que las otras sólo consentirían aminoramientos y matices de su monocorde tendencia. Mediante ese supuesto nos hemos abierto la perspectiva hacia indagaciones que algún día pueden alcanzar gran significación para la inteligencia de procesos patológicos. En efecto, las mezclas pueden también descomponerse, y a tales desmezclas de pulsiones es lícito atribuir las más serias consecuencias para la función. Pero estos puntos de vista son todavía demasiado nuevos; nadie ha intentado hasta hoy aplicarlos en su trabajo.
Retrocedamos hasta el problema particular que nos plantea el masoquismo. Prescindamos por el momento de sus componentes eróticos; entonces nos atestigua la existencia de una aspiración que tiene por meta la destrucción de sí. Si respecto de la pulsión de destrucción también es válido que el yo -pero más bien pensamos aquí en el ello, en la persona total- incluye originariamente dentro de sí todas las mociones pulsionales, obtenemos la concepción de que el masoquismo es más antiguo que el sadismo, y este es la pulsión de destrucción vuelta hacia afuera, que así cobra el carácter de la agresión. Algún tanto de la pulsión de destrucción originaria puede permanecer todavía en el interior; parece que sólo podemos percibirla de manera patente bajo estas dos condiciones: que se haya conectado con pulsiones eróticas para formar el masoquismo o que se vuelva hacia el mundo exterior como agresión -con un mayor o menor suplemento erótico- En este punto se nos impone el valor de la posibilidad de que la agresión no pueda hallar satisfacción en el mundo exterior por chocar con impedimentos reales. Si tal sucede, acaso vuelva atrás y multiplique la escala de la autodestrucción que reina en lo interior. Averiguaremos que efectivamente es lo que acontece, y que ese proceso reviste suma importancia. Una agresión impedida parece implicar grave daño; las cosas se presentan de hecho corno si debiéramos destruir a otras personas o cosas para no destruirnos a nosotros mismos, para ponernos a salvo de la tendencia a la autodestrucción. ¡Triste revelación, sin duda, para el moralista!
Las pulsiones no rigen sólo la vida anímica, sino también la vegetativa, y estas pulsiones orgánicas: se revelan como unos afanes por reproducir un estado anterior. Cabe suponer que en el momento mismo en que uno de esos estados, ya alcanzado, sufre una perturbación, nace una pulsión a recrearlo y produce fenómenos que podemos designar como compulsión de repetición. Así, la embriología es toda ella compulsión de repetición; por un vasto ámbito del reino animal se extiende una capacidad para formar de nuevo órganos perdidos, y la pulsión de sanar a la cual debemos nuestras curaciones -unida a nuestros auxilios terapéuticos- quizá sea el resto de esta facultad desarrollada de manera tan grandiosa en los animales inferiores. Las migraciones de los peces para el desove, acaso también las periódicas migraciones de los pájaros, y posiblemente todo lo que en los animales designamos como exteriorización del instinto, se producen bajo el imperio de la compulsión de repetición, que expresa la naturaleza conservadora de las pulsiones. Tampoco en el ámbito del alma nos hace falta buscar mucho tiempo sus exteriorizaciones. Nos ha llamado la atención que las vivencias olvidadas y reprimidas de la primera infancia se reproduzcan en el curso del trabajo analítico en sueños y reacciones, en particular las de la transferencia, y ello no obstante que su despertar contraríe el interés del principio de placer; en estos casos una compulsión de repetición se impone incluso más allá del principio de placer. También fuera del análisis es posible observar algo semejante. Hay personas que durante su vida repiten sin enmienda siempre las mismas reacciones en su perjuicio, o que parecen perseguidas por un destino implacable, cuando una indagación más atenta enseña que en verdad son ellas mismas quienes sin saberlo se deparan ese destino. En tales casos adscribimos a la compulsión de repetición el carácter de lo demoníaco.
Ahora bien, ¿en qué contribuirá este rasgo conservador de las pulsiones para entender nuestra autodestrucción? Si es cierto que alguna vez la vida surgió de la materia inanimada -en una época inimaginable y de un modo irrepresentable-, tiene que haber nacido en ese momento, de acuerdo con nuestra premisa, una pulsión que quisiera volver a cancelarla, reproducir el estado inorgánico. Y si ahora pasamos a discernir en esa pulsión la autodestrucción que habíamos supuesto, estamos autorizados a concebir esta última como expresión de una pulsión de muerte que no puede estar ausente de ningún proceso vital. Entonces las pulsiones en que nosotros creemos se nos separan en estos dos grupos: las eróticas, y las pulsiones de muerte. De la acción eficaz conjugada y contraria de ambas surgen los fenómenos de la vida, a que la muerte pone término.
No aseveramos que la muerte sea la meta única de la vida; no dejamos de ver, junto a la muerte, la vida. Admitimos dos pulsiones básicas, y dejamos a cada una su propia meta. Averiguar cómo se mezclan ambas en el proceso vital, cómo la pulsión de muerte es puesta al servicio de los propósitos de Eros, sobre todo en su vuelta hacia afuera en calidad de agresión, he ahí unas tareas reservadas a la investigación futura. También debemos dejar sin respuesta otros problemas: si el carácter conservador acaso no es propio de todas las pulsiones sin excepción, sí también las pulsiones eróticas querrían restaurar un estado anterior toda vez que aspiran a la síntesis de lo vivo en unidades mayores.
Quiero comunicarles cuál fue el punto de partida de estas reflexiones sobre las pulsiones; es el mismo que nos llevó a revisar el vínculo entre el yo y lo inconciente: la impresión, derivada del trabajo analítico, de que el paciente, que ofrece la resistencia, muchísimas veces nada sabe de ella. Y no sólo el hecho de la resistencia, le es inconciente; también los motivos de ella. Nos vimos precisados a investigar ese motivo y lo hallamos, en una intensa necesidad de castigo que sólo podíamos clasificar entre los deseos masoquistas. Esa necesidad de castigo es el peor enemigo de nuestro empeño terapéutico. Se satisface con el padecimiento que la neurosis conlleva, y por eso se aferra a la condición de enfermo. La necesidad inconciente de castigo, interviene en toda contracción de neurosis. Acerca de esto, producen cabal convicción los casos en que el padecimiento neurótico admite ser relevado por uno de otra índole. Les informaré sobre una de estas experiencias.
Yo había conseguido librar a una señorita mayor del complejo sintomático que durante unos quince años la condenara a una existencia torturada, excluyéndola de toda participación en la vida social. Se sintió entonces sana, y se lanzó a una febril actividad para desarrollar sus no escasos talentos y procurarse una cuota de reconocimiento, de goce y de éxito. Pero todos sus intentos terminaban del siguiente modo: le hacían saber, y ella misma lo veía, que ya tenía demasiada edad para obtener algo en ese campo. Tras cada uno de esos desenlaces, la recaída en la enfermedad habría sido lo inmediato; pero ella ya no logró volver a producirla. En lugar de ello le ocurrían unos accidentes que la radiaban de la actividad durante un tiempo y la hacían padecer. Por ejemplo, se caía y se torcía un pie o lastimaba una rodilla, o debido a algún menester se dañaba una mano. Tras llamársele la atención sobre lo mucho que ella misma contribuía a esos aparentes percances, cambió por así decir de técnica. En lugar de los accidentes le sobrevinieron, a raíz de las mismas ocasiones, enfermedades leves, catarros, anginas, estados gripales, inflamaciones reumáticas, hasta que por fin todo el espectro se esfumó cuando decidió resignarse.
No hay, ninguna duda acerca del origen de esta necesidad inconciente de castigo. Se comporta como la continuación de nuestra conciencia moral en lo inconciente; por tanto, ha de tener el mismo origen que esta y corresponder a una porción de agresión interiorizada y asumida por el superyó: «sentimiento inconciente de culpa». En cuanto a la teoría, en verdad dudamos sobre sí debemos suponer que toda la agresión que regresa desde el mundo exterior es ligada por el superyó y vuelta así contra el yo, o bien que una parte de ella ejercita su actividad muda y ominosa como pulsión de destrucción libre en el yo y el ello. Más probable es una distribución como la indicada en último término, pero no sabemos nada más sobre esto. En la institución primera del superyó, es indudable que para dotación de esa instancia se empleó aquel fragmento de agresión hacia los padres que el niño no pudo descargar hacia afuera a consecuencia de su fijación de amor, así como de las dificultades externas; por eso no necesariamente la severidad del superyó se encontrará en una correspondencia simple con el rigor de la educación.. Es muy posible que a raíz de ocasiones posteriores para sofocar la agresión, la pulsión tome el mismo camino que se le abrió en aquel punto temporal decisivo.
Las personas en quienes es hiperpotente ese sentimiento inconciente de culpa se delatan en el tratamiento analítico por la reacción terapéutica negativa, de tan mal pronóstico.
Cuando se les comunica la solución de un síntoma, tras lo cual normalmente debería sobrevenir su desaparición al menos temporaria, lo que con ellas se consigue es, al contrario, un refuerzo momentáneo del síntoma y del padecimiento. A menudo basta con pronunciar algunas palabras de esperanza en los progresos del análisis, para provocarles un empeoramiento de su estado. Los no analistas dirían que les falta la «voluntad de curarse»; de acuerdo con el pensamiento analítico, deben ver ustedes en esa conducta una exteriorización del sentimiento inconciente de culpa, al cual se acomoda bien, justamente, la condición de enfermo con su padecimiento y sus impedimentos. Los problemas desenvueltos a partir del sentimiento inconciente de culpa, sus nexos con la moral, la pedagogía, la criminalidad y el desamparo social, constituyen hoy el campo de trabajo predilecto de los psicoanalistas.
Solemos decir que nuestra cultura se ha edificado a expensas de las aspiraciones sexuales, que son inhibidas por la sociedad, en parte sin duda reprimidas, pero en otra parte utilizadas para nuevas metas. También, y a pesar de todo el orgullo que nos inspiran nuestros logros culturales, hemos confesado que no nos resulta fácil cumplir los requerimientos de esa cultura, sentirnos bien dentro de ella, porque las limitaciones pulsionales que se nos imponen significan para nosotros una gravosa carga psíquica. Pues bien; lo que discernimos acerca de las pulsiones sexuales vale de igual modo, y quizás en mayor medida aún, respecto de las otras, las pulsiones de agresión. Son sobre todo ellas las que dificultan la convivencia humana y amenazan su perduración; que limite su agresión es el primer sacrificio, y acaso el más duro, que la sociedad tiene que pedir al individuo. Hemos averiguado la ingeniosa manera en que se consuma ese domeñamiento del díscolo. La institución del superyó, que atrae hacia sí las peligrosas mociones agresivas, establece por así decir una guarnición militar en los lugares inclinados a la revuelta.
Pero, por otra parte, y considerado ello desde el punto de vista puramente psicológico, es preciso confesar que el yo no se siente bien cuando así se lo sacrifica a las necesidades de la sociedad, cuando tiene que someterse a las tendencias destructivas de la agresión que de buena gana habría dirigido contra otros. Es como una continuación, en el campo psíquico, de aquel dilema entre comer y ser comido que domina el mundo orgánico. Por suerte, las pulsiones agresivas nunca están solas, sino siempre ligadas con las eróticas. Estas últimas tienen mucho para mitigar y prevenir en las condiciones de la cultura creada por el hombre.
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